21

El amanecer en la sierra era tan silencioso que cualquier ruido, un motor lejano, un crujido en la madera, parecía una alarma.

Sofía Cheverri observaba el horizonte desde la ventana del pequeño refugio, su reflejo pálido sobre el vidrio empañado.

Tenía ojeras, el cabello atado en un moño improvisado, y los labios tensos de tanto contener el miedo.

Era una mujer que había aprendido a resistir, pero no había tenido tiempo de aprender a huir.

Detrás de ella, Adrián ajustaba el panel del generador con movimientos rápidos. Su respiración se escuchaba entrecortada, no por cansancio, sino por el peso de la incertidumbre.

—Los sensores de movimiento detectaron algo anoche —dijo sin girarse—. Dos figuras a quinientos metros del perímetro norte. No parecían animales.

Sofía se abrazó el torso.

—¿Y si son de los nuestros?

—Nadie más sabe la ubicación exacta —respondió Adrián, serio—, ni siquiera Nicolás.

Guardaron silencio.

Ese era el mayor temor: que las sombras que los rodeaban no fueran descon
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