Bianca llegó temprano al edificio esa mañana. Más temprano que de costumbre. No llevaba tacones, ni maquillaje. Había dejado la imagen impecable para otro día, sabía que no ganaría nada fingiendo normalidad. Su propósito era claro: hablar con Lucía.
Sabía que ella no era una ejecutiva cualquiera. Era una Montenegro. Silenciosa. Astuta. Y si alguien podía haberle advertido a Sofía lo que tramaba, era ella.
—¿Tienes cinco minutos? —le dijo al cruzarse con ella en el ascensor privado.
Lucía la miró. Le sostuvo la mirada, luego presionó el botón del piso veinte, sin decir palabra. Al llegar, caminó hasta una sala de reuniones vacía y le hizo un gesto para que entrara.
Bianca no se sentó. Tampoco Lucía.
—¿Fuiste tú? —preguntó directamente—. ¿Tú le dijiste a Sofía que me vigilara?
Lucía alzó una ceja, sin sorpresa.
—¿Y si lo hice? ¿Cambiaría algo para ti?
Bianca apretó los labios.
—Solo quiero saber por qué.
Lucía se acercó a la ventana y habló sin mirarla.
—Porque tú no quieres construir,