El temblor en las delicadas manos de Catalina hacía bailar las letras sobre el papel amarillento de aquellas viejas cartas. La caligrafía de su madre —algo desordenada, con esa curva exagerada en las "g"— le atravesó el corazón con intensa nostalgia. Respiró hondo mientras trataba de recomponerse, oliendo el leve aroma a lavanda que aún persistía en el cofre.
Querida Catita:
Si estás leyendo esto, es porque ya no estoy a tu lado. Perdóname por guardar este secreto, pero juré llevarlo a la tumba. Sé que tendría que haber sido valiente y haber hablado de esto cara a cara, pero honestamente tuve demasiado miedo. Tu padre no es Arturo, él me conoció cuando tenía cinco meses de embarazo.
Cuando tenía dieciocho años, trabajaba en casa de los Sandoval como empleada doméstica, conocí a Federico, el único hijo de los Sandoval, por lo tanto, el único heredero. Él era... diferente. Era un joven amable, brillante, y nos enamoramos en aquel verano. Pero lo nuestro estaba destinado a fracasar, su