Mundo ficciónIniciar sesiónLos días pasaron con una calma aparente que solo cubría el torbellino de pensamientos que revoloteaban en la mente de Bianca. Había vuelto a la rutina forzada que Francisca le imponía, fingiendo interés por los movimientos de una empresa que ya no sentía suya. Cada noche, se refugiaba en el tocador de su madre, dejando que la melodía de la vieja caja de música le recordara quién era y por qué debía seguir.
Pero había una decisión que no podía aplazar más. Una promesa que había hecho… y un destino que parecía haber comenzado a girar desde aquella cena equivocada.
Tomó el celular. Dudó. Luego, con un leve suspiro, buscó el número que había guardado hace un par de días.
Marcó.
—¿Bianca? —la voz de Luciano sonó profunda, ligeramente sorprendida, pero sin frialdad.
—Hola —respondió ella, mirando al ventanal de su habitación—. Disculpa que llame sin aviso, pero… necesitaba hablar contigo.
—Claro. ¿Todo bien?
—Sí. O… no lo sé —rió apenas, nerviosa—. Es sobre lo que hablamos en el restaurante. Lo del matrimonio. Quisiera que nos viéramos. Para hablarlo… bien.
Luciano guardó silencio unos segundos. Había estado revisando informes, pero en cuanto escuchó su voz, la hoja digital quedó olvidada en la pantalla.
—¿Hoy? —preguntó, sin pensarlo demasiado.
—Sí. Si puedes.
—Dime dónde.
Bianca dudó. No quería un lugar público, pero tampoco la incomodidad de su casa.
—Hay una cafetería en la esquina de la antigua biblioteca central. Tiene un jardín interno. ¿Lo conoces?
—Sí. Te veo allí a las seis.
—Gracias.
Colgó antes de permitirle decir algo más. Su pecho se movía rápido, como si acabara de correr. Y aunque no sabía exactamente qué quería decirle… sí sabía que ese encuentro podía cambiarlo todo.
Luciano llegó puntual. Iba sin corbata, camisa blanca y chaqueta gris, con un aire relajado que no solía mostrar en las oficinas. Bianca ya estaba allí, sentada junto a una maceta de azaleas rosadas, con una taza de té intacta frente a ella.
Cuando lo vio, se puso de pie. El leve temblor de sus manos la traicionó.
—Gracias por venir.
—Gracias por llamar —respondió él, serio pero amable, con los ojos puestos en los de ella.
Se sentaron.
El silencio los rodeó por unos segundos, hasta que Bianca se animó.
—Mira, sé que todo esto ha sido… inusual. Pero no voy a fingir que no hablé en serio. En menos de dos semanas cumplo veinticinco. Mi madre dejó todo estipulado en un testamento ridículo, pero real. Si no estoy casada para entonces, lo pierdo todo.
Luciano asintió lentamente. Ya lo sabía, pero escucharla decirlo, con esa mezcla de orgullo y tristeza, le removió algo.
—Y tú dijiste que aceptabas.
—Lo dije. Lo mantengo.
Bianca parpadeó. Por un momento, creyó que tendría que convencerlo. Pero su respuesta la descolocó.
—¿Sin preguntas? ¿Sin condiciones?
Luciano apoyó los brazos sobre la mesa.
—Así es, —dijo él con calma.
La tarde se fue volviendo más cálida, y el aroma a café recién hecho flotaba en el aire del jardín interno. Bianca sostenía la taza entre las manos, pero no bebía. Luciano la miraba con tranquilidad, como si no fuera la primera vez que planeaban un matrimonio de conveniencia.
—¿Tienes idea de cuándo deberíamos ir a la notaría? —preguntó Bianca, bajando la mirada hacia su taza—. Faltan menos de dos semanas para mi cumpleaños, y quiero tener todo claro. Sin sorpresas.
Luciano asintió.
—Puedo pedir el turno para el viernes por la mañana. Así tenemos tiempo si surge algo con los papeles.
Bianca lo observó unos segundos.
—¿Puedes? ¿No estás trabajando a esa hora?
Luciano esbozó una sonrisa leve.
—Mi jefe es flexible cuando se lo pido con tiempo.
Ella arqueó una ceja, curiosa.
—Vaya, qué suertudo. ¿Todos los repartidores de arroz tienen esos beneficios?
Luciano contuvo una carcajada. La miró a los ojos, y por un instante pensó en decirle la verdad… pero no. Aún no. Había algo en Bianca que le pedía tiempo. Espacio. Sinceridad, sí… pero cuando estuviera lista.
—Digamos que llevo años cumpliendo con mis entregas —dijo él simplemente.
Bianca sonrió. Su sonrisa no era cínica, ni burlona. Era dulce, como si agradeciera que él no pretendiera impresionarla.
—Entonces el viernes. A las diez, ¿te parece?
—Perfecto. Te paso la dirección por mensaje.
Se hizo un breve silencio. Luciano entrelazó las manos sobre la mesa. La brisa le movió un poco el cabello y notó cómo Bianca lo miraba de reojo, como si todavía intentara entender por qué alguien como él aceptaría casarse con alguien como ella.
—¿Lo haces por tu hijo? —preguntó, rompiendo la quietud.
Luciano la miró.
—En parte. Mateo… se siente solo desde que su madre murió. No lo dice, pero lo sé. Cuando te vio, fue como si algo dentro de él se activara otra vez. Nunca lo vi conectar así con nadie.
Bianca bajó la mirada, tocada por esas palabras. No sabía exactamente por qué… pero también había sentido algo especial por ese niño.
—No sé si seré una buena esposa. Y mucho menos si sabré ser una madrastra —admitió, con honestidad.
—Solo sé tú —dijo Luciano—. Eso parece funcionarle a Mateo. Y… a mí también.
Bianca no respondió. Solo asintió, apretando la taza contra el pecho.
Afuera, el cielo comenzaba a oscurecerse, y aunque el día se iba, algo dentro de ella acababa de encenderse.
El viernes llegó rápidamente. La mañana era gris, como si el cielo presintiera la seriedad del momento. Bianca caminaba por la acera frente a la notaría con paso firme, aunque por dentro sus pensamientos iban a mil por hora. Llevaba un conjunto blanco marfil de tela suave que caía con gracia sobre su figura. Su maquillaje era sencillo, pero resaltaba la intensidad de sus ojos. No había ramos, ni invitados, ni música. Solo ella, su decisión… y la promesa de una herencia que cambiaría su vida para siempre.
Luciano ya estaba allí, esperando junto a Mateo. El niño, al verla acercarse, se soltó de la mano de su padre y corrió hacia ella con una sonrisa amplia que le iluminaba la cara.
—¡Hola, futura mamá! —dijo con entusiasmo, abrazándola por la cintura.
Bianca parpadeó sorprendida, pero no pudo evitar sonreírle con ternura. Se agachó un poco para quedar a su altura.
—¿Ya tan rápido me das ese título?
—¡Claro! Mi papá dice que hoy nos casamos y eso significa que serás mi mamá. Aunque no lo seas de verdad, yo sí quiero que lo seas —dijo con la sinceridad absoluta de un niño.
Luciano se acercó en silencio, observando cómo Bianca respondía con un suave beso en la frente de su hijo. No dijo nada, pero algo en su pecho se movió. Era una sensación extraña, nueva, como si estuviera dejando entrar algo que por mucho tiempo había cerrado con llave.
—¿Estás lista? —dijo finalmente.
Bianca asintió con una sonrisa ligera, evitando la incomodidad. Agradecía su gesto, aunque no supiera cómo responderle.
Entraron juntos a la notaría. El salón era sobrio, con una mesa de madera pulida, documentos preparados, y un notario de gesto amable que parecía llevar años viendo rostros nerviosos como los de ellos.
Todo avanzó rápidamente. Nombres, documentos, firmas. Era casi impersonal. Pero entonces, cuando Bianca pensó que todo había terminado, Luciano buscó en el bolsillo interno de su chaqueta y sacó una pequeña caja negra.
Ella lo miró, desconcertada.
—¿Qué es eso?
Él no respondió al instante. Solo abrió la caja. Un anillo de oro blanco, con un diamante que brillaba sin exagerar, descansaba sobre el terciopelo.
—Luciano… —murmuró Bianca, sorprendida—. No hablamos de anillos. Esto no es parte del trato.
Luciano la observó con una calma que contrastaba con el nerviosismo en sus ojos.
—Lo sé. No tenías por qué esperarlo. Pero… no podía dejar que esto fuera solo un documento. Quería darte algo que lo hiciera real, aunque sea un poco. No me preguntes por qué lo compré… solo lo hice. Con ahorros —añadió, como si eso pudiera explicar la contradicción de que alguien que decía repartir arroz, pudiera comprar algo tan delicado.
Bianca lo miró en silencio. Era imposible no notar que ese anillo no era precisamente económico. Pero decidió no preguntar. No ese día. No en ese momento.
Luciano tomó su mano con cuidado, como si temiera quebrarla, y deslizó el anillo por su dedo anular. El metal frío la hizo estremecer un segundo.
Mateo los miraba con ojos brillantes. Aplaudió bajito, conteniendo la emoción.
—Ahora sí somos una familia de verdad —dijo con orgullo.
Bianca bajó la vista hacia su mano. El anillo brillaba como si supiera que, en algún rincón de su corazón, todo esto empezaba a significar algo más.
Y por primera vez en años, sintió una promesa silenciosa crecer dentro de ella. No de amor, no aún. Pero sí de algo mucho más poderoso: una posibilidad.







