Capítulo 4: La encomienda

El amanecer entró por las cortinas pesadas del cuarto de Bianca como una presencia inoportuna. Apenas había conciliado el sueño cuando unos golpecitos suaves pero insistentes en la puerta la obligaron a levantarse.

—¿Bianca? —La voz de su tía Francisca atravesó la madera, cargada con ese tono meloso que usaba cuando quería algo—. ¿Puedo pasar?

Bianca se sentó al borde de la cama y se frotó los ojos antes de responder:

—Pasa.

Francisca entró como si la habitación también fuera suya, impecable como siempre, con un conjunto de tonos neutros y ese perfume caro que dejaba estela. Llevaba una carpeta en la mano y una sonrisa falsa en los labios.

—Perdón por despertarte, querida, pero necesito que hagas un pequeño favor. —Alzó la carpeta—. Necesito que lleves esto a la empresa Del Valle. Es para una cooperación importante. Muy importante.

Bianca arqueó una ceja.

—¿Por qué no lo llevas tú? Al fin y al cabo, tú manejas la empresa… toda la empresa —dijo con frialdad.

La sonrisa de Francisca se tensó apenas un poco, pero supo mantener su tono dulce.

—Ay, Bianca… yo hago tantas cosas que ya no me dan las horas. Además, pensé que te vendría bien salir, respirar aire corporativo. Hacer algo por tu empresa.

Bianca sintió el golpe disfrazado en aquellas palabras. Tu empresa, sí. Esa que su madre le había dejado y que Francisca había tomado con manos disfrazadas de ayuda.

—Tú sabes perfectamente que nunca me das lugar en la toma de decisiones —replicó, cruzándose de brazos—. Me mantienes al margen de todo.

—No seas dramática —rió Francisca, y luego, en un tono más bajito y cínico añadió—: Además, no podemos tenerte todo el día entre espejos y recuerdos, ¿cierto? Un poco de movimiento te hará bien. Considera esto tu gran aportación del mes.

Bianca la miró con los ojos entornados, tragándose las ganas de estallar.

—¿Qué clase de cooperación es?

—Eso no importa —respondió Francisca, entregándole la carpeta casi por la fuerza—. Solo entrégaselos al señor Del Valle o a su asistente personal. Y, por favor, vístete apropiadamente. No queremos que piensen que estás de duelo eterno.

Bianca apretó la carpeta contra su pecho. No respondió. Solo asintió con la mandíbula apretada mientras Francisca se marchaba, satisfecha con su victoria matutina.

Pero mientras cerraba la puerta, Bianca susurró apenas:

—Algún día se te va a caer esa máscara, Francisca. Y yo estaré ahí para verlo.

La empresa Del Valle impresionaba desde su fachada: cristales imponentes, puertas automáticas y un lobby que olía a madera cara y éxito. Bianca sintió una punzada en el estómago al entrar, no por nervios, sino por lo que representaba: el mundo del que su tía la había mantenido al margen.

—Buenos días, ¿tiene cita? —preguntó una recepcionista con sonrisa mecánica.

—Vengo a entregar unos documentos de parte de la señora Francisca Montenegro.

—Perfecto. Tome el ascensor al piso doce. La estará esperando el señor Del Valle… o su asistente.

El ascensor se detuvo en el piso doce con un leve sonido metálico. Bianca inspiró hondo antes de que las puertas se abrieran. No le gustaba estar allí, pero algo en su interior le decía que debía mantener la frente en alto. Iba a hacer esa entrega por su madre, no por Francisca.

Apenas dio unos pasos fuera del ascensor, lo vio.

Luciano.

Estaba de pie al final del pasillo, hablando con un hombre más joven, trajeado, con una tableta en la mano. Pero fue Luciano quien captó toda su atención.

Camisa blanca remangada, cabello ligeramente despeinado, y esa expresión de hombre serio que no necesitaba decir mucho para hacerse notar. Pero al verla, sus facciones cambiaron, como si algo suave le cruzara por dentro.

Bianca se detuvo por reflejo. Sus miradas se cruzaron como una corriente eléctrica que viaja en silencio, pero intensa.

—¿Tú? —fue lo único que dijo ella, sorprendida.

Luciano se acercó con pasos lentos, mirándola sin disimulo. Había algo distinto en ella. Tal vez era el traje elegante que llevaba o cómo el sol que entraba por el ventanal resaltaba el brillo de su cabello. Pero lo cierto era que se veía… deslumbrante.

—Qué coincidencia —murmuró él, con una media sonrisa—. Jamás imaginé verla por aquí.

—Yo tampoco —respondió Bianca, recuperando la compostura.

Él señaló con la barbilla la carpeta que ella sostenía.

—¿Vienes a ver al CEO?

—Traigo esto. Mi tía me pidió que lo entregara personalmente. —Le extendió los documentos.

Luciano no hizo el menor intento de tomarlos. En cambio, levantó las manos, como si se declarara inocente.

—Lo siento, yo solo vendo arroz —dijo con un tono neutro, casi divertido—. No tengo autorización para recibir documentos tan importantes.

Bianca parpadeó, confundida.

—¿Arroz?

—Sí, soy… una especie de proveedor. Hoy vine a dejar unas cosas al comedor.

Antes de que ella pudiera seguir con las preguntas, el otro hombre se acercó con discreción.

—Señor Elías. Esta joven viene a dejar unos papeles de parte de la señora Francisca Montenegro. Recíbelos tú, ¿sí?

—Por supuesto. Soy Elías, asistente del CEO —dijo con una sonrisa amable mientras tomaba la carpeta—. Muchas gracias por su visita, señorita…

—Bianca —dijo ella sin apartar los ojos de Luciano.

—Gracias, Bianca. Le haré llegar esto al CEO de inmediato.

Luciano se giró, fingiendo interés en su teléfono, pero no sin antes robarle una última mirada. Y entonces sucedió algo inesperado.

—¿Cómo está Mateo? —preguntó Bianca, suavemente.

Luciano la miró sorprendido, luego asintió con una expresión que parecía un parpadeo emocional.

—Bien. Muy bien. Él... habló de usted.

—Y yo pensé en él.

Un silencio se instaló entre ellos, y por un momento, no estaban en una empresa. No eran una heredera bajo la lupa ni un hombre ocultando quién era. Solo dos personas reconociéndose en medio del caos.

—Debo irme —dijo Bianca, recobrando el control.

—Claro —respondió él, con voz baja.

Ella caminó hacia el ascensor. No miró atrás. No lo necesitaba. Sabía que él seguía allí, observándola.

Y sí. Luciano la siguió con la mirada hasta que las puertas del ascensor se cerraron. Y justo antes de perderla de vista, murmuró para sí:

—Qué mujer…

Luciano permaneció inmóvil frente a su escritorio, observando el reflejo de la ciudad tras los ventanales. Elías, aún en la sala, no disimulaba su desconcierto.

—¿Va a decirme ahora qué fue todo eso?

Luciano giró apenas el rostro. Su mirada no era la del CEO respetado, sino la de un hombre intentando entender algo que escapa de sus cálculos.

—Con ella… quiero algo diferente —murmuró—. Quiero que me conozca como Luciano, no como Del Valle. Que me vea sin títulos, sin cifras, sin la presión de ser alguien importante.

Elías frunció el ceño, desconcertado.

—¿Y eso por qué?

Luciano bajó la mirada a su anillo, girándolo entre los dedos.

—Porque cuando alguien sabe quién soy… todo cambia. Me adulan. Me temen. Me desean por lo que represento, no por quien soy realmente. Pero ella… ella ni siquiera escuchó mi apellido.

—¿Y si se entera?

Luciano esbozó una sonrisa leve, sin humor.

—Lo hará, eventualmente. Pero si va a mirarme diferente, quiero que lo haga conociendo primero a Luciano, el hombre que compra arroz, no al CEO que firma cheques con seis ceros.

Elías se acercó lentamente, apoyándose con ambas manos en el respaldo de la silla.

—¿Y si se va cuando lo sepa?

Luciano sostuvo la mirada de su asistente.

—Entonces al menos sabré que lo intenté de verdad.

Hubo un silencio denso, cargado de lo que no se decía.

Luciano desvió la vista a su celular. Mateo le había dejado otro mensaje.

Mateo: “¿La puedo invitar al parque el sábado? Tú no le digas que eres famoso, ¿sí? Que así es más divertido.”

Luciano soltó una leve risa, la primera genuina en días. Tal vez su hijo lo entendía mejor que nadie.

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