Mundo ficciónIniciar sesión
—¿Estás segura de esto, Carla? —preguntó Bianca desde su auto, mirando con incertidumbre hacia el restaurante frente a ella.
—Claro que sí. El tipo es un encanto, trabaja con mi primo y está soltero. Mesa seis. Ya debe estar ahí. Entra, sonríe y actúa natural.
—Carla, ¿y si es un psicópata con cara de buena gente?
—Entonces corre… pero corre con elegancia, ¿ok?
Bianca soltó una risa tensa y colgó. Se dio un último vistazo en el retrovisor, se bajó del auto con decisión y caminó hacia el restaurante sin imaginar que el verdadero caos ya se estaba gestando adentro.
***
—Papá, tengo una idea revolucionaria —anunció Mateo con tono conspirativo, acercándose sobre la mesa como si estuviera a punto de revelar un secreto internacional.
Luciano, que recién tomaba un sorbo de café, se atragantó un poco.
—¿Otra más? Mateo, la última vez que dijiste eso casi explota la licuadora con gelatina adentro.
—Eso fue ciencia, papá. ¡Innovación doméstica! Pero esto es diferente. Necesito... una mamá.
Luciano soltó un suspiro largo y dramático mientras se recostaba en la silla.
—¿Otra vez con eso?
—Sí, pero ahora tengo un plan. Mira, quiero una mamá con estilo, que sepa hacer panqueques en forma de dinosaurio y que no me grite cuando descubra piedritas en la lavadora.
—Mateo, estás buscando una especie en extinción.
—Tú puedes. Eres guapo, tienes tu propio auto, y ya no quemas el arroz. Eres como el sueño de cualquier mujer... en modo principiante.
Luciano se echó a reír.
—Wow, gracias por ese elogio tan tibio.
Mateo lo miró con seriedad fingida, como quien está a punto de cambiar el curso de la historia.
—Escucha: si antes de que yo cuente cinco, entra por esa puerta una mujer con un vestido azul... la haces mi mamá.
Luciano levantó una ceja.
—¿Así, sin entrevista ni antecedentes penales?
—¡Shhh! No arruines el hechizo. Esto es magia del destino, papá. Hay que confiar.
—Bueno, adelante, Harry Potter. Desata tu poder.
Mateo se levantó en su asiento como si estuviera en un show de Las Vegas.
—Uno... —dijo alzando un dedo—. Que el universo me escuche...
—Dos... —alzando las manos al cielo—. Que los tacones no le fallen...
—Tres... —girando dramáticamente—. Que no haya tráfico, ni exnovios indeseados...
—Cuatro... —apuntando a la puerta—. ¡Que se abran las puertas del amor verdadero!
Luciano apenas podía contener la risa.
—¡Cinco!
Y en ese mismo instante, la puerta del restaurante se abrió con el sonido de una campanita suave... y allí estaba ella.
Vestido azul. Cabello alborotado por el viento. Sonrisa nerviosa, pero dulce.
Luciano la miró, desconcertado. Mateo se cruzó de brazos como un mini cupido satisfecho.
—¿Ves, papá? Nunca subestimes el poder de mi cuenta regresiva.
Luciano lo miró, luego a ella, y volvió a su hijo.
—Si esa mujer viene a esta mesa... te compro ese dragón inflable que me pediste en Navidad.
Mateo sonrió como quien ya sabía el final de la película.
—Ve preparándote, papá. Porque el destino... ya reservó mesa.
Los ojos de Bianca recorrieron el lugar con rapidez. Buscaba una mesa específica. No tardó en divisar un pequeño cartel con el número seis, ligeramente torcido sobre la mesa cercana a la ventana. Sin detenerse a cuestionarlo, caminó con paso firme y elegante, como si supiera exactamente hacia dónde iba. Su vestido azul se movía suavemente con cada paso.
Al llegar a la mesa, se detuvo un segundo, esbozó una sonrisa cordial y se sentó frente a Luciano con naturalidad, soltando su bolso a un lado.
—Lamento el retraso —dijo con tono educado pero sin demasiado entusiasmo—. El tráfico estaba imposible.
Luego miró a Mateo y sonrió con un leve gesto de sorpresa.
—No me dijeron que traías compañía —comentó mirando a Luciano—. Aunque debo decir que pareces encantador.
Luciano apenas abrió la boca, pero Mateo se adelantó con rapidez, como si no estuvieran cometiendo ninguna locura.
—Hola, soy Mateo. Y tú... tú eres perfecta.
Bianca arqueó una ceja, divertida pero confundida.
—¿Perfecta?
—Sí —dijo el niño con total convicción—. Para ser mi mamá.
Luciano intentó intervenir, pero ya era tarde. Bianca los observó a ambos, como si tratara de comprender una broma interna a la que aún no le encontraba sentido.
—Vaya... no sabía que esta cita venía con cláusulas familiares —comentó en tono neutro, aunque claramente desconcertada.
—¡Sorpresa! Soy parte del combo.
Bianca se rió.
Luciano miró a su hijo, que le lanzaba una mirada de “sigue la corriente, papá, por favor”. Él, que rara vez se dejaba arrastrar por las locuras de nadie… suspiró.
—Sí… perdón. No suelo llevarlo a mis citas, pero hoy fue la excepción.
Bianca lo miró con interés.
—Tú no eres muy hablador, ¿cierto?
—No mucho.
—Me gusta. Al menos no finges ser alguien que no eres.
Mateo se acomodó con una sonrisa de oreja a oreja. Apoyó los codos en la mesa y dijo en voz baja, casi como un narrador de cuento:
—Y así, queridos amigos… empezó todo.
Luciano rodó los ojos. Pero por dentro… algo le decía que ese encuentro, tan absurdo como inesperado, no era casualidad.
Era magia. O destino.
O simplemente Mateo.
Bianca se acomodó en la silla, cruzó las piernas y tomó el vaso de agua como si estuviera en una junta directiva.
—Bueno, me parece bien. Acepto a tu hijo —dijo, señalando a Mateo con una sonrisa encantadora—. Es adorable, tiene carisma y buenos dientes. Me agrada.
Luciano frunció el ceño.
—¿Perdón?
—Nos casamos en una semana —soltó ella como si hablara de pedir sushi.
—¿Qué?
—Sí, no hay tiempo que perder. En dos semanas cumplo veinticinco y, según el testamento de mi madre, debo estar casada antes del día de mi cumpleaños para acceder a la herencia. No me juzgues, eran sus reglas... y su dinero.
Luciano la miró como si ella estuviera hablando en mandarín. Bianca, en cambio, sacó su celular, abrió una app de planificación y comenzó a teclear.
—Podemos hacer algo sencillo. Civil, rápido, con flores blancas y sin bufé extravagante. Yo cubriré los gastos del niño, por supuesto. Tendrá su propio cuarto, clases extracurriculares, juguetes educativos... Y tú recibirás una mensualidad generosa. Me gusta hacer las cosas bien.
—¿Mensualidad? —repitió Luciano, ya completamente desorientado.
—Sí, un estipendio. No quiero que parezca que me aprovecho. Serás un esposo con beneficios económicos. Claro, nada de amor verdadero ni promesas eternas. Esto es un acuerdo funcional. ¿Estamos?
Luciano parpadeó. Miró a su hijo.







