La lluvia regresó con la madrugada, fina y persistente. Las gotas golpeaban los vitrales del convento como si alguien llamara desde el otro lado. La tensión en el aire era casi palpable. Y entre pasillos húmedos y oraciones incompletas, un nuevo secreto comenzaba a germinar.
Elena se levantó antes del amanecer, con náuseas que le revolvían el estómago y un mareo que la obligó a apoyarse contra la pared de su celda. Pensó que era el estrés, la presión, el miedo. Pero en el fondo… sabía que no.
Se tocó el vientre con manos temblorosas. El cuerpo hablaba aunque el alma se negara. No era sólo amor lo que había en su interior. Era algo más.
Vida.
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En la biblioteca del convento, Dante repasaba por décima vez el plano de salida que Alexander había diseñado en caso de ataque. Luciana, sentada cerca, lo observaba con atención.
—Estás demasiado tranquilo para alguien que sabe que lo van a matar —comentó, cruzando las piernas con elegancia.
—He vivido entre balas desde los quince —respondió Dan