La oficina de José Manuel hervía en silencio. La luz del atardecer se colaba por las ventanas panorámicas, tiñendo de oro viejo los muebles oscuros y las carpetas abiertas sobre el escritorio. El ambiente tenía esa tensión invisible que precede a un descubrimiento, como si el aire mismo contuviera el aliento. A un lado, Daniel, su asistente de confianza, deslizaba con lentitud una carpeta sobre la mesa. No dijo una sola palabra al entregarla, pero su mirada hablaba por él: algo grave había encontrado.
José Manuel, con la mirada aún clavada en la pantalla del ordenador, apenas desvió los ojos hacia el documento. Su pulgar presionó el borde, y comenzó a hojear. Lo primero que vio fue una hoja de registro médico, luego un expediente incompleto y finalmente… una fotografía. Una mujer, de mediana edad, con el cabello recogido con esmero, bata blanca, y una mirada que no encajaba con la del personal sanitario. Era una mirada astuta. Fría. Vacía.
—¿Quién es? —preguntó sin apartar los ojos de