La mañana se había abierto paso lentamente entre los pliegues de las cortinas. Un rayo de sol acariciaba el borde de la mesa, avanzando sigiloso por la madera hasta tocar los dedos entrelazados de Eliana, que estaba sentada desde hacía rato, con la mirada clavada en un punto fijo de la sala. El silencio no era incómodo. Era denso, reflexivo, el tipo de silencio que no pide palabras, porque sabe que lo que está por decirse será demasiado importante.
José Manuel entró con dos tazas de café en la mano. La vio así, ensimismada, como si hubiese dormido con los ojos abiertos toda la noche. Dejó las tazas sobre la mesa y se sentó a su lado, sin decir nada de inmediato. Solo la observó, con esa paciencia silenciosa que él guardaba para los momentos que no necesitaban prisa.
—No pude dormir bien —confesó Eliana finalmente, con la voz baja, áspera como si hubiese hablado con ella misma durante horas.
José Manuel la miró, atento. —Lo imaginé —respondió sin juicio.
Eliana respiró hondo, cerró los