El martes terminó como suelen terminar los días intensos: con el peso de las horas colgado de los hombros. Eliana llegó a casa cuando el sol ya se había escondido, y lo primero que sintió al entrar no fue cansancio, fue una extraña nostalgia tibia.
El silencio de su hogar contrastaba con el eco reciente de risas, pasos pequeños, galletas quemadas y una película incompleta. Aún podía ver la silueta de Samuel corriendo por el pasillo, escucharse a sí misma decir “¡cuidado con la alfombra!”, y oler en la memoria el café que José Manuel había preparado esa mañana.
Se quitó los zapatos, caminó descalza hasta el sofá y se dejó caer, suspirando profundamente. No habían hablado desde que él y Samuel se fueron, pero había algo implícito flotando en el aire. Un espacio abierto. Una conversación pausada. Una pausa que no era adiós.
Justo cuando pensaba en eso, su celular vibró.
José Manuel.
No un mensaje. Una llamada.
Eliana lo pensó dos segundos antes de contestar. Y cuando lo hizo, su voz fue