La ciudad despertaba entre edificios grises y luces parpadeantes. Desde el ventanal de su oficina, Eliana contempló ese paisaje que tantas veces había visto con los ojos entumecidos por la rutina. Pero hoy, algo era diferente. No en la vista. En ella.
El reloj marcaba las 7:54 a.m. cuando Andrea llegó, como siempre, con una taza de café caliente en mano y su carpeta de informes lista. Sonrió al verla ya instalada tras el escritorio, tan impecable como de costumbre: vestido beige entallado, el cabello recogido en una coleta elegante, los labios pintados en un tono discreto pero firme.
—Buenos días, jefa. —Andrea entró sin esperar respuesta—. Me sorprendió no verte ayer. Tu agenda estaba vacía, pero igual pregunté si estabas en alguna reunión fuera.
Eliana levantó la vista del monitor y asintió con serenidad.
—Me tomé el lunes. Sentí que era buen momento para una pausa.
Andrea arqueó ligeramente las cejas, sorprendida. Eliana no solía tomarse días libres sin previo aviso. Pero no insist