La luz del sol entraba con decisión por los ventanales de su oficina. Eliana se sentó frente al monitor principal de su escritorio, mientras Alejandro ocupaba una de las sillas auxiliares, sin dejar de observarla con una mezcla de respeto y expectación. La pantalla se encendió con el escaneo de su huella digital, como si también la máquina celebrara su regreso. Era su mundo. Uno que ella misma había construido, línea a línea de código, madrugada tras madrugada.
—¿Quieres verlo? —preguntó, sin apartar los ojos del monitor.
—Sabes que sí —respondió Alejandro, inclinándose ligeramente hacia adelante.
Con unos pocos clics, Eliana abrió el archivo principal. Un mar de algoritmos y estructuras complejas se desplegó ante ellos. Allí estaba: VIGIA, el sistema que había nacido de una necesidad personal, de una herida que no cerraba, pero también de una mente brillante dispuesta a cambiar las reglas del juego.
—Este es mi legado —susurró Eliana—. Un código que no solo reacciona… sino que piensa