La noche se había apoderado de todo. Afuera, las luces de los postes apenas dibujaban sombras sobre la acera desierta. Dentro del apartamento, reinaba el silencio. Gabriel ya dormía profundamente, envuelto en sus sábanas azules, con la calma de quien ha tenido un buen día. Isaac y María José estaban acostados, uno junto al otro, compartiendo el mismo colchón, pero no la misma tranquilidad.
Isaac sentía que ella se movía con frecuencia, como si el sueño se negara a abrazarla. No hacía falta mirarla para saberlo. La conocía lo suficiente como para notar que algo no estaba bien.
—¿No puedes dormir? —preguntó en voz baja, con la mirada fija al techo.
María José tardó en responder, como si estuviera peleando internamente con sus pensamientos.
—No. No es insomnio —murmuró finalmente—. Es la cabeza… no se apaga.
Él giró el rostro hacia ella, aunque la oscuridad apenas le dejaba distinguir el contorno de su silueta.
—¿Quieres hablar?
—Sí… pero prométeme que no me vas a juzgar.
—Nunca lo haría