María José lo miró con ojos brillantes, sorprendida por la sinceridad en su voz. Era como si algo dentro de ella también se hubiera derrumbado durante la noche, y ahora sentía la tibieza de un nuevo comienzo.—Tengo miedo —confesó de repente, su voz apenas un susurro—. No de ti… sino de esto. De que sea demasiado bonito para durar.Isaac se incorporó un poco, apoyándose en su codo para verla mejor. Le apartó un mechón de cabello del rostro y le acarició la mejilla con el dorso de la mano.—Yo también tengo miedo —admitió—. Pero me cansé de vivir huyendo de lo que siento. No quiero seguir escondiéndome detrás del pasado. Quiero intentarlo… contigo.Ella tragó saliva, conmovida. Le sostuvo la mirada, buscando en sus ojos alguna señal de duda. No la encontró.—Tú sabes que soy complicada, ¿verdad? —preguntó con media sonrisa.—Y yo un desastre —respondió él con una carcajada suave—. Pero juntos... tal vez podamos aprender a no perdernos.María José se acomodó entre sus brazos. El pecho d
La tarde era perfecta. El sol comenzaba a caer detrás de los árboles, tiñendo el cielo de tonos anaranjados. Las risas de Gabriel y Samuel llenaban el aire mientras corrían detrás de unas palomas que habían invadido el césped del parque. Isaac y María José estaban sentados en una banca, disfrutando el momento. Él la miraba de reojo de vez en cuando, con una sonrisa en los labios. Era uno de esos días en que todo parecía en paz.—No recordaba lo bien que se siente esto —dijo Isaac, mientras estiraba las piernas y dejaba que el sol le acariciara el rostro—. Verlos así... libres, riendo.María José lo observó de lado. Había algo diferente en su mirada. Algo más sereno, más cálido.—Tú también te ves feliz —le dijo con suavidad.Isaac le iba a responder, pero entonces su celular vibró en el bolsillo de su chaqueta. Revisó la pantalla. El número del centro médico.Su expresión cambió de inmediato. Respondió al instante.—¿Sí?... ¿Qué?... —se puso de pie como impulsado por un resorte—. ¿Per
Los segundos siguientes parecieron eternos. Luego, poco a poco, sus ojos comenzaron a abrirse. Primero con lentitud, como si le costara recordar cómo hacerlo, y luego con más firmeza, hasta que su mirada se encontró con la de él.—Isaac… —musitó con voz ronca, apenas un suspiro. Sus labios apenas se movieron, pero su expresión se llenó de una luz distinta. Una mezcla de alivio, sorpresa y alegría.El corazón de Isaac se agitó. Había esperado verla así durante días, pero ahora que lo hacía, sintió que la emoción le subía como una marea violenta, ahogándolo por dentro.—Aquí estoy —dijo con voz baja, acariciándole el dorso de la mano—. Estoy contigo.José Manuel, que se había levantado al notar el movimiento, dio un paso adelante con el corazón latiéndole con fuerza. Pero cuando Eliana lo miró, su expresión cambió.Frunció el ceño. Lo observó unos segundos, confundida, buscando en su memoria una conexión que no aparecía.—¿Quién… es él?El silencio fue abrumador.José Manuel sintió que
El sol comenzaba a asomarse entre las cortinas del pequeño apartamento. María José abrió los ojos lentamente, sintiendo el peso de una noche más en soledad. Miró hacia la puerta del cuarto que Isaac solía usar cuando se quedaba… seguía cerrada, intacta. No había regresado.Se sentó en el borde de la cama, con la esperanza aún viva de encontrar un mensaje. Tomó su celular con rapidez, pero la pantalla estaba vacía. Ni una llamada perdida, ni siquiera un simple “buenos días”. Nada.Con un suspiro, se levantó a preparar el desayuno. En la cocina, el aroma del café apenas alcanzaba a disimular la tensión que le apretaba el pecho. Mientras ponía el pan en la tostadora, pensó en Eliana, en la posibilidad de que su estado se hubiese complicado… pero también pensó en ella misma. En cómo, sin quererlo, había vuelto a acostumbrarse a la presencia de Isaac. A su voz. A sus miradas. A ese roce casual de hombros en el pasillo o a esas conversaciones que, sin quererlo, se alargaban hasta la madruga
Dos semanas.Catorce amaneceres con olor a café sin compartir, a desayuno preparado para tres, pero con una silla que seguía vacía. El reloj avanzaba, los días transcurrían, y aunque la vida seguía su curso, para María José, todo parecía detenido en una pausa tensa y dolorosa.Isaac no había vuelto a dormir en casa.Sus visitas eran breves, medidas. Llegaba como una sombra, saludaba a los niños con cariño el que nunca perdía, pero esquivaba su mirada. María José lo observaba desde la cocina o desde la sala, fingiendo ocuparse en cualquier cosa, esperando quizás que un día él le dijera: “Hoy sí me quedo.” Pero eso no pasaba. Al contrario, parecía que cada día era más difícil acercarse.—¿Papá va a venir esta noche? —preguntó Gabriel mientras lavaba sus manitas después de cenar.—No lo sé, mi amor —respondió María José, acariciándole el cabello. Esa frase se había vuelto una letanía repetida, tan vacía como necesaria.Samuel la miraba desde la mesa. Él no preguntaba. Ya no lo hacía. Sol
La mañana era templada, el cielo había dejado caer una ligera llovizna durante la madrugada, y ahora el sol, con timidez, se filtraba por las nubes grises. En el apartamento de Isaac, todo era silencio y orden. María José se encontraba en la sala, doblando algunas mantas del sillón y organizando los juguetes que Samuel y Gabriel habían dejado esparcidos la noche anterior. Era su rutina ya. Los niños habían creado un lazo hermoso, casi fraternal, y ella se sentía cada vez más apegada a ambos.Ese espacio se había vuelto un refugio: la cocina con electrodomésticos de última generación, el piso de mármol blanco que brillaba sin una mota de polvo, los ventanales enormes con cortinas automatizadas y vista al parque central. Cada detalle en ese lugar hablaba de lujo, pero también de un estilo sobrio y elegante. Era una casa diseñada para impresionar sin gritarlo.María José acarició con la yema de los dedos una de las figuras de cristal que decoraban la estantería cuando el timbre sonó. Se
El silencio de la casa, tras la partida de José Manuel y Samuel, se sentía más profundo que nunca. María José permanecía sentada en el sofá, inmóvil, como si el simple acto de levantarse exigiera una fuerza que ya no tenía. Sus ojos estaban fijos en la puerta cerrada, pero su mente viajaba lejos, atrapada en un recuerdo que ahora dolía más que nunca: Isaac refiriéndose a ella… como a una simple niñera.Ni siquiera había tenido el valor de mencionar que Gabriel era su hijo. Su hijo. ¿Cómo era posible que hubiera borrado con tanta facilidad esa parte de su vida? ¿Cómo podía haber ocultado la existencia del niño que compartía su sangre, su mirada? ¿Y a ella? ¿Cómo pudo reducirla a un rol circunstancial?Una lágrima descendió silenciosa por su mejilla. Luego otra. No lloraba por despecho, ni siquiera por orgullo. Lloraba por el peso invisible de una historia callada, por el amor negado, por las veces que tuvo que explicarle a Gabriel que su papá estaba ocupado, lejos, sin saber que tambié
El cielo comenzaba a teñirse de tonos dorados y rosados cuando el automóvil negro atravesó el extenso camino de piedras blancas que conducía a la gran mansión. Samuel, con la nariz pegada a la ventanilla, observaba con los ojos muy abiertos, llenos de asombro y emoción.—¡Papá! ¡Ya llegamos! —exclamó, rebotando en su asiento—. ¡Es mi casa!José Manuel sonrió mientras aparcaba frente a la entrada principal.—Sí, hijo. Estamos en casa.Samuel bajó del auto incluso antes de que el chofer pudiera abrirle la puerta. Corrió por el camino de piedra como si cruzara un puente hacia un mundo mágico. Los jardineros detenían su labor para saludarlo con una sonrisa, y desde la puerta principal, uno de los mayordomos lo recibió con un gesto cordial.—¡Todo sigue igual! —gritó Samuel mientras giraba en el jardín—. ¡Mi fuente! ¡La del pececito!José Manuel lo seguía con pasos tranquilos, sintiendo cómo la ternura lo invadía al ver a su hijo tan feliz.Entraron a la mansión, y el eco de los pasos reso