(Narrado por alessandro)
La noche había sido larga.
Demasiado larga.
No era el tipo de cansancio que se cura durmiendo, sino ese que se clava en los huesos cuando algo —o alguien— te consume la cabeza más de lo que debería.
Me serví un whisky y me quedé mirando el fuego de la chimenea, observando cómo las llamas se movían con un ritmo hipnótico. Isabella llevaba semanas cambiando.
Ya no bajaba la mirada cuando hablaba conmigo, ya no temblaba ante mis silencios ni se disculpaba por respirar demasiado cerca.
Y eso, paradójicamente, me estaba volviendo loco.
Podía fingir que el control seguía de mi lado, que todo iba según mis planes, pero la verdad era que ya no tenía tan claro quién estaba jugando con quién.
Desde aquella noche —la cena, el beso interrumpido, su perfume pegado a mis manos—, no había vuelto a dormir tranquilo.
Isabella se había quedado bajo mi piel.
Y yo odiaba sentir que algo podía perturbar mi equilibrio.
Me incliné hacia atrás en el sillón, cerré los ojos y la imagin