La mansión Kóvach, acostumbrada a la soledad aristocrática, había sido transformada en un opulento escenario para la élite.
El gran vestíbulo, con sus techos abovedados y columnas de mármol, resplandecía bajo la suave luz de las arañas de cristal.
El eco de las risas y las copas chocando llenaba el aire, acompañado por la música de un cuarteto de cuerdas en vivo que tocaba melodías clásicas.
Cientos de invitados, vestidos de gala y con máscaras extravagantes, se movían entre las conversaciones, los canapés y las copas de champán, esperando la culminación del evento: la subasta de la pieza donada por el anfitrión.
Damon Kóvach, con su perfil tallado, y su impecable esmoquin negro, estaba en el centro de la escena, pero se sentía solo, como de costumbre.
Se movía entre la multitud con la gracia de un depredador que ha dominado su territorio. A sus ventinueve años, su presencia era magnética, pero su mirada, de un gris penetrante y glacial, mantenía a la gente a raya.
Era una máscara más