Javier salió disparado como alma que lleva el diablo, con una misión clara: recoger las vitaminas de Maia. Mientras manejaba hacia la clínica de fertilidad, una sonrisa tonta se dibujó en su rostro. No solo iba a cumplir con su deber, sino que también tendría la excusa perfecta para ver a la encantadora doctora Daiana. Esa mujer tenía algo que lo desarmaba por completo, aunque él nunca lo admitiría en voz alta.
Llegó a la clínica, estacionó el auto con una maniobra digna de un profesional –según él– y entró con la seguridad de un magnate que acababa de comprar el lugar.
—Buenos días, señorita. Busco a la doctora Daiana —dijo Javier, tratando de sonar formal, pero con un leve tartamudeo que lo delataba, enseguida que estaba nervioso.
La recepcionista lo miró con una sonrisa