—David... dime, ¿crees que mi hermana no me ha buscado porque está enojada y ya no quiere saber de mí?
Laura se apoyó en el pecho de David, fingiendo un aire débil, casi desvalido.
—¿Cómo crees? Es tu hermana. Y ahora que estás contaminada con veneno de lobo… Ella es razonable. Yo me encargaré de tratarla mejor de ahora en adelante —dijo David, acariciándole suavemente el cabello.
Laura asintió, y, en un parpadeo, sus ojos recobraron el brillo. Tomó a David de la mano y, junto con sus padres, subieron a un helicóptero para admirar el paisaje nevado desde el aire.
Un paseo que costaba decenas de miles de dólares. Lo que para mí sería el salario de todo un año. Pero Laura lo disfrutaba como si se lo mereciera.
Después del paseo, la familia se regaló una cena lujosa. Yo floté en silencio detrás de ellos, hasta que volvimos al hotel más reconocido de la comunidad licántropa: el Hotel Sombra Lunar.
Laura, con un camisón provocador que apenas cubría su pecho, se recostó al lado de David y deslizó la mano para aflojarle la bata. Pero él la apartó con delicadeza.
Se levantó, caminó hasta el balcón, y, con la mirada perdida en las montañas nevadas, se sirvió un trago. Sus ojos reflejaban algo más que cansancio. Una inquietud que no lograba disimular.
Me di media vuelta y floté hacia la habitación de mis padres.
Estaban sentados en la cama. Papá negaba con la cabeza y suspiraba. Mamá se frotaba el entrecejo con los dedos. A esa hora ya deberían estar dormidos.
Mi mamá sacó su celular e intentó llamarme. Solo escuchó el tono de línea ocupada.
Sus ceños se fruncieron aún más. Un destello de ansiedad cruzó sus ojos.
Siempre que querían hacerme ceder, aplicaban la misma estrategia: primero la bofetada, luego la caricia. Nunca les fallaba.
Bastaba con que ellos me buscaran para que yo bajara la cabeza, obediente.
Pero, en ese momento, del otro lado de la línea, ya no estaba yo, esperanzada, llamándolos papá y mamá.
—Querido... Laura no es que tenga grandes talentos para el trabajo. Y, aun así, siempre le hemos dado todo. Cuando ya no tengamos herencia, no creo que le dure mucho. Para la vejez, vamos a tener que contar con Evina. Pero no contesta la llamada... ¿no será que en verdad está molesta con nosotros? —dijo mi madre, con el rostro lleno de preocupación.
Papá arrojó el cigarro al suelo y respondió con frialdad:
—Es nuestra hija. Hasta su vida nos pertenece. Y si su hermanita está en problemas, ¿no le toca hacerla feliz? ¿Por qué habría de enojarse? Se lo hemos permitido demasiado últimamente. Ya ni sabe quién es.
Yo, en un rincón, flotaba en silencio. Los ojos se me llenaron de lágrimas, el alma me ardía como si me la arrancaran a cuchilladas.
En ese momento, agradecí estar muerta.
Ellos se divirtieron todo un mes, disfrutando su luna de miel antes de volver a casa.
Laura usaba ahora mi bata de dormir, rociándose con mi perfume favorito.
Levantó las sábanas con aire de reina y se acostó en mi cama de bodas como si fuera la dueña legítima de esa casa, mientras David subía y bajaba escaleras, mirando por todos lados como si esperara encontrarme.
Al no lograrlo, su rostro se ensombreció. No sentía ni una pizca de mi esencia.
Miró fijamente hacia la cocina, donde yo solía estar más presente.
—David, ahora yo soy tu amor. No deberíamos tener cosas de otra mujer en nuestra casa —dijo Laura, con los brazos rodeándole el cuello, sentada descaradamente sobre la mesa que yo había decorado con tanto amor—. Ya que me compraste tanta ropa hermosa, ¿por qué no convertimos esta cocina en un vestidor? Total, casi siempre comemos fuera.
Su voz melosa, su respiración cálida, provocaban en David un deseo sutil pero inquietante. Aun así, él le soltó la mano y dio un paso atrás, incómodo:
—Laura... Evina sigue siendo mi pareja. Solo hice la ceremonia para cumplir tu último deseo... Esta cocina, por ahora...
—¡No estoy de acuerdo! —lo interrumpió Laura, y de inmediato sus lágrimas cayeron como lluvia gruesa, su rostro tan frágil como decidido—. Ya hicimos la ceremonia frente a todos. Soy tu compañera legítima. ¡No puedes tener a nadie más en el corazón!
Al final, David cedió. Aceptó convertir mi cocina, ese lugar que más amaba en el mundo, en el vestidor de Laura.
—¡Eso va allá!
—¡Eso ya no lo quiero!
—¡Todo esto es chatarra, tírenlo!
En mi cocina, Laura daba órdenes con las manos en la cintura, mientras los trabajadores retiraban uno por uno mis utensilios favoritos, lanzándolos al montón de basura.
David observaba en silencio cómo se llevaban todo lo que yo amaba. Y, aun así... no dijo nada.
Él lo sabía. Le había dicho incontables veces que lo más preciado que tenía en esta vida era una cocina limpia y luminosa, solo mía, para cocinarle a la gente que más amaba.