El pitido de las máquinas llenaba la sala con un ritmo artificial que no lograba calmarla. El corazón de Ximena parecía no encontrar su propio compás. Palpitaba desordenado, entrecortado, como si intentara seguir el mismo patrón errático que marcaba el monitor del otro lado del cristal. Junior estaba allí, acostado en esa camilla que parecía devorarlo. Tan pequeño. Tan inmóvil. Con la piel más pálida que nunca. El tubo de oxígeno sobresalía como una serpiente blanca entre su rostro y las sábanas. Cada vez que una máquina emitía un sonido distinto, el alma se le detenía. Se abrazó a sí misma, no por frío, sino por desesperación. Era la única forma de mantenerse de pie. Tenía la espalda recta, la mandíbula apretada y los ojos clavados en su hijo, como si observarlo con fuerza fuera suficiente para traerlo de vuelta. —Todavía no tienen un diagnóstico claro —dijo una voz a su lado. Era Roberto. Que estaba tan mal como elía. Ahora, él permanecía de pie junto a ella, con el rostro apagado,