La penumbra de la habitación parecía empeorar la atmósfera entre los dos hombres. Ronaldo, demacrado y con un leve temblor en la mano, descansaba en un sillón de cuero oscuro. El respirador, que colgaba a un lado de su rostro, parecía un recordatorio implacable de su fragilidad, una debilidad que él mismo odiaba admitir. Pero, en cuanto Roberto habló, el anciano arrancó el respirador de su boca, y el siseo de su respiración entrecortada llenó el silencio. —¿Qué quieres decir con que Marilia escapó? —siseó Ronaldo que ya se había puesto furioso por el retraso y la insistencia de su sobrino a llevarlo aparte. Su mirada atravesó a Roberto con una mezcla de rabia y desdén—. No me digas que mi hija se ha salido con la suya y no la has podido contener...—bufó. Roberto, que mantenía su compostura habitual, le lanzó una mirada tranquilizadora, como si intentara apagar un fuego que ya estaba fuera de control desde mucho antes. —Tío, entiende —dijo, intentando que su tono fuera razonable—. Mari