El sonido del motor era lo único que acompañaba a Norman en el trayecto hacia el hospital. La ciudad pasaba frente a sus ojos como una secuencia borrosa, sin forma ni sentido. Había salido de la casa de su padre con el estómago revuelto y el corazón estrujado. Las palabras de su madrastra aún resonaban en su cabeza, pero lo que de verdad lo arrastraba de regreso era el peso aplastante del arrepentimiento, que se sentía como una losa pesada. Frenó de pronto frente a una florería que encontró de paso. Bajó casi sin pensarlo demasiado, como por impulso, y entró en el lugar. El aroma de las flores le golpeó el rostro, dulce y denso, como un perfume demasiado cargado. Miró los estantes, perdido. No sabía cuáles eran las flores favoritas de Ekaterina. En realidad, no sabía casi nada de ella. Esa idea le atravesó el pecho. Terminó eligiendo lirios blancos. Le parecieron frágiles, suaves, vulnerables… como ella. La culpa y el remordimiento se revolvieron en su pecho. Mientras la florista envo