El motor seguía encendido cuando Norman se dio cuenta de que había conducido sin pensar. No recordaba en qué momento dejó el hospital, ni cuánto tiempo llevaba al volante. Solo sabía que estaba ahí, frente a la casa de su infancia, con las manos temblorosas aún sujetas al volante. No entendía por qué había ido. No había pensado en ese lugar, ni en su padre, ni en nadie más. Solo condujo… y terminó ahí. En el jardín delantero, una mujer de cabello recogido y guantes de jardinería cortaba rosas con delicadeza. Al ver el auto estacionado, se incorporó con una expresión de sorpresa. Era Paola. Su madrastra. Dejó las tijeras en el cesto y caminó hacia él con pasos rápidos pero suaves. —¿Norman? —preguntó apenas llegó a la ventanilla—. ¿Estás bien? Él negó con la cabeza, sintiendo cómo se le cerraba la garganta. Paola se quitó los guantes sin apuro, abrió la puerta del conductor y le tendió la mano. —Vamos, sal del auto. Ven conmigo. Él se dejó guiar sin resistencia. El aire fresco golpeó s