Pero mi padre mintió. Hace apenas tres días, había regresado a casa con un regalo costoso para él, esperando poder quedarme por un tiempo. Sin embargo, simplemente por haberme comido el pollo frito que él había preparado para Emiliano, me echó de casa sin dudarlo.
Esa noche la nieve caía sin piedad alguna, y yo, tan solo cubierta con un suéter delgado, temblaba bajo la inclemente nieve. No tuve más remedio que buscar refugio en aquella cueva donde solía esconderme de niña cuando jugábamos a las escondidas.
La verdad es que siempre adoré la coliflor, un vegetal simple y económico. Pero mi padre rara vez la compraba porque a Emiliano le desagradaba. Y si él no la comía, yo tampoco tenía derecho a comerla.
En realidad, Emiliano era mi medio hermano por parte de padre. Después de descubrir que mi madre seguía en contacto con su primer amor, mi padre buscó consuelo en otra mujer. Al año siguiente, ella dio a luz a Emiliano y lo trajo a vivir con nosotros.
Mi madre no pudo soportar la terrible situación y pidió el divorcio. Pero ninguno de mis padres me quiso a su lado. Al final, fue mi abuela quien me abrió las puertas de su humilde casa. Y ahora, tras su partida el año pasado, me quedaba sola por completo en este mundo.
Hoy seguí obediente a mi padre mientras hacía las compras, escuchándolo presumir con cualquiera que se cruzara en su camino:
—Todo esto es para mi hijo. ¡Subió diez puestos en el ranking del último examen! Por lo tanto, hay que premiarlo como se merece.
La verdad era que Emiliano simplemente había pasado del último al décimo último puesto. Mientras tanto yo, año tras año fui siempre la mejor alumna de mi clase, jamás recibí ni una palabra de aliento, mucho menos un premio. Lo único que me decía era:
—¿Y de qué sirven las buenas notas? De tal palo, tal astilla. Seguro heredaste lo resbalosa de tu madre. Además, eres bien fea, nadie te va a querer. Mejor no le pongas los cuernos a tu futuro marido como ella, o te van a botar sin alguna piedad.
Odiaba tanto a mi madre que ese profundo odio se derramaba sobre mí como veneno.
Lo irónico de todo era que, una simple prueba de ADN habría bastado para confirmar si era su hija o no. Pero nunca la hizo. Creo que temía descubrir que había estado odiando a la persona equivocada todos estos años.
De regreso en casa, mi padre se puso a cocinar de inmediato. Pronto, el delicioso aroma de los platillos inundó toda la casa. Luana Jara, quien descansaba en la sala con una mascarilla facial, salió atraída por el olor. Con voz cautelosa, preguntó:
—Me enteré que esta mañana encontraron el cuerpo de una mujer sin cabeza. ¿Ya saben quién es?
—Sin cabeza es imposible confirmar quién era —respondió mi padre, encogiéndose despreocupado de hombros—. Seguro era una mujer que se portó mal y el marido la molió por completo a golpes. El cuerpo estaba lleno de cicatrices, se notaba que la maltrataban seguido.
Al escuchar esto, Luana respiró aliviada y se acercó cariñosa para abrazarlo, apoyando la cabeza en su hombro mientras decía con voz melosa:
—Mi esposo es el mejor del mundo. Sé que tú nunca me harías algo así.
Mi padre sonrió entusiasta, le plantó un beso ruidoso en la mejilla y respondió:
—Por supuesto que no. Jamás te haría daño. Tú me diste un hermoso hijo. ¡Eres una bendición para esta familia! No como mi ex, que era una cualquiera...
De pronto, mi padre se fijó en la pulsera de oro que Luana llevaba en la muñeca. Se quedó pensativo y preguntó con desconfianza:
—¿Esa pulsera es nueva? ¿Cuándo la compraste?
—Ah, esto... —respondió Luana con una risa algo nerviosa—. Es un regalo de Emiliano. Ganó dinero en el concurso de drones de la escuela y me la compró enseguida.
—¡Este sí es mi hijo! ¡Tan detallista y considerado! —exclamó al instante mi padre, hinchado de orgullo.
Poco después, Emiliano llegó de la escuela. Los tres se sentaron con agrado a la mesa, entre risas y bromas, saboreando la cena. Yo también ocupé una silla, observándolos en completo silencio.
De repente, me vino a la mente aquella época de secundaria, cuando mi abuela, pensando en mi educación, me mandó a vivir con mi padre porque la escuela quedaba cerca de su casa. Pero nunca me permitieron sentarme a la mesa con ellos. Cada noche, me tocaba agarrar un platito de comida y sentarme junto a la puerta, escuchando sus efusivas risas y conversaciones como una extraña.
Durante la cena, mi padre no paraba de alabar a Emiliano, presumiendo lo mucho que había mejorado en sus estudios y lo bien que cuidaba a su madre.
Por un momento, se quedó pensativo y preguntó:
—Esa pulsera me resulta muy familiar. ¿Dónde la habré visto antes?
Luana intervino al instante, con una sonrisa tranquila, respondió:
—Todas las pulseras de oro se parecen. Seguro la viste en alguna tienda o revista.
Mi padre aceptó sin darle más vueltas al asunto y siguió comiendo.
Pero yo deseaba con toda mi alma que insistiera un poco más, que preguntara una vez más por esa dichosa pulsera. Porque era mía. La llevaba puesta cuando volví a casa.
Sin embargo, por más fuerte que gritara, mi padre ya no podía escucharme.