Así fue como sucedió: después de que Emiliano me ató a una enorme roca y me golpeó, aún estaba consciente. Poco a poco, me di cuenta de que todo a mi alrededor se desmoronaba. Con desesperación, traté de desatar las cuerdas que con fuerza sujetaban mis pies, pero no lo logré. La tierra comenzaba a filtrarse, imparable, por mi nariz.
En ese instante, mis gritos de auxilio resonaron en la oscuridad, clamando de manera instintiva por mis padres. Sin embargo, mi padre yacía dormido, abrazado a su esposa, mientras mi madre estaba cantándole una canción de cuna a su hija preferida. Nadie se preocupó por mí. Solo me quedaba aguardar la implacable muerte en aquel espacio sombrío y estrecho.
—¿Y eso qué? —respondió Luana con desprecio—. Ya lo dije, ella murió porque tuvo mala suerte y punto. Además, mi hijo apenas tiene 16 años. No pueden imponerle una condena severa, menos aún si no hubo intención alguna. Cuando mucho, bastaría con que Emiliano rece por Eliana y mande oficiar algunas misas en