El corazón roto
El corazón roto
Por: Marisa Estigarribia
Capítulo1
El equipo de arqueología, comandado por mi padre, recibió una inesperada llamada que interrumpió la monotonía de aquella mañana gris. Una colina cercana había cedido bajo el peso de la última nevada, descubriendo de esta forma una tumba olvidada por el tiempo.

Mi padre movilizó de inmediato a su equipo hacia el sitio. Al llegar, encontraron tres esqueletos antiguos y un cadáver femenino, extrañamente mutilado, privado de su cabeza.

La policía llegó apresurada. Con cuidado, desenterraron el cuerpo, pero la ausencia del cráneo impedía cualquier tipo de identificación. Así que lo trasladaron a la morgue. Los agentes instruyeron a mi padre que, si aparecía el cráneo durante la excavación, debían informarles enseguida.

Mario Chamorro, uno de los compañeros de mi padre, se detuvo en seco. Una fea cicatriz en la mano del cadáver le resultaba demasiado familiar. —Esa inigualable marca —murmuró por un momento—, juraría que Eliana tenía una idéntica. ¿No deberías llamarla para estar seguro?

Mi padre, concentrado en embalar los restos antiguos en cajas de protección, respondió con una indiferencia que me resultaba tan conocida: —Puede ser cualquiera, menos ella. Esa muchacha nació marcada por la desgracia. Seguramente anda por ahí provocando en algún bar. Déjalo así. Esa mujer, la del cadáver, quizá tampoco era buena, por eso su familia la metió acá.

Hablaba con un desprecio tan natural, como siempre.

Mario insistió, casi en un ligero suspiro: —Pero si hace unos días vino a verte...

—La eché —cortó tajante mi padre—. Esa desgraciada se comió el pollo frito que había preparado especialmente para Emiliano. Se pasó definitivamente de la raya, así que la mandé a la calle esa misma noche.

La voz de Mario se tornó más suave, siguió insistiendo: —Eliana rara vez regresa. ¿Cómo pudiste echarla de esa forma? ¡Solo fue un maldito pollo! Con esta nevada, podría haberle pasado algo. Deberías llamarla, aunque sea para asegurarte de que está bien.

El tajante comentario encendió la furia de mi padre. Arrojó furioso las herramientas al suelo y encaró a Mario con una ira contenida: —¿Qué diablos te pasa? ¿Por qué habría de preocuparme? ¡Ni su propia madre se ocupó de ella! Coqueteaba cínicamente con otros mientras estábamos casados. Ni siquiera estoy seguro de que sea mi hija. ¿O es que tú estás tan ansioso porque crees que es tuya?

—¡Eres imposible! —le recriminó Mario, y volvió a su trabajo en silencio.

Desde que mi padre descubrió, cuando apenas tenía tres años, que mi madre aún seguía en contacto con su exnovio, comenzó a sospechar que yo no era su hija. Lo que alguna vez fue un amor paternal se desmoronó como un simple castillo de naipes, hasta desvanecerse por completo.

“Si supiera que ese cuerpo era el mío, ¿derramaría siquiera una lágrima?”, me preguntaba.

Al terminar su ardua jornada, mi padre guardó con meticuloso cuidado los restos de los antiguos cadáveres. Luego, con renovada energía, se dirigió al mercado para comprar los favoritos de mi hermanito Emiliano, como pescados recién capturados y delicados cortes de carne suprema.

Para entonces, la mujer sin cabeza ya era apenas un recuerdo difuso en su mente. De repente, la vendedora de verduras lo llamó con una coliflor en su mano:

—Don Jorge, el otro día vi a Eliana por aquí. ¿Por qué no se lleva un poco de coliflor? Sé que le encantaba. Las muchachas jóvenes ahora prefieren comidas ligeras como ensaladas.

Mi padre lo rechazó con un gesto de mano:

—No. Emiliano no come verduras. A él solo le gustan los pescados y las carnes. Y Eliana no ha vuelto, seguro te equivocaste. Esa mujer ingrata ni siquiera se acordaría de mí. Además, nunca le gustó la coliflor.

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