La confesión de Kael, aunque tardía y envuelta en las capas de su estrategia protectora, había servido para cimentar la alianza, una sociedad forjada no en un notario, sino en el miedo compartido a la herencia familiar y al veneno lento del metal pesado, un veneno que ahora amenazaba al hijo que Elara llevaba en su vientre, la razón última de su supervivencia, el motor de su voluntad inquebrantable. Elara asimiló rápidamente la verdad: la mansión era una trampa química y Kael, a pesar de sus métodos cuestionables, era su único salvoconducto, su única oportunidad de llegar a la señora Helena y al conocimiento vital que guardaba, una verdad que la antigua ama de llaves había intentado comunicar a Kael desde el inicio, una verdad que la desconfianza del CEO había complicado hasta el punto de la autodestrucción.
"Si vamos a huir, lo haremos en cinco minutos," dictaminó Kael, su voz de nuevo cargada de la fría autoridad del CEO, pero desprovista de la arrogancia anterior, ahora templada po