El lunes por la mañana, Daniela Delacrox se preparó para su primera visita oficial a Herrera Global, la empresa de Dante Herrera. Aunque ella era la CEO de Delacrox, el contrato estipulaba que debía "trabajar junto a su marido", lo que significaba someterse al imperio de él.
Al llegar al downtown de Manhattan, la sede de Herrera Global se reveló como una obra maestra del terror corporativo. El edificio no era una torre; era un complejo de tres rascacielos interconectados, cada uno con el emblema grabado en granito pulido.
En el lobby, la pulcritud no era un estándar; era una religión. El mármol brillaba sin un rastro de huella, y la luz era fría y uniforme. No había adornos innecesarios, solo pantallas con cotizaciones bursátiles y el perfil de Dante.
—Bienvenidos a Herrera Global —dijo Dante, apareciendo de repente junto a ella. Llevaba un traje hecho a medida que parecía una armadura.
Daniela se sintió pequeña. Algo que nunca le había pasado en Delacrox.
—Es... vasto. Más grande de