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El Penhouse del Depredador y la Cena de la Aniquilación

La semana de la luna de miel había llegado a su fin. Regresar a Nueva York no significó para Daniela Delacrox un regreso a la familiaridad de su mansión de Greenwich, sino una mudanza obligatoria al penthouse de su carcelero por contrato, Dante Herrera. El acuerdo estipulaba una residencia compartida para cimentar la farsa de un matrimonio feliz e íntimo.

El aterrizaje del jet privado de Dante fue tan silencioso y eficiente como la personalidad del magnate. Al descender del auto blindado frente a su torre en Manhattan, la arquitectura del edificio, de acero y cristal oscuro, elegante y severa, impactó a Daniela. No era la opulenta exhibición de riqueza clásica de los Delacrox, sino una demostración de poder moderno y discreto.

Al entrar en el penthouse, la respiración de Daniela se detuvo. Si la fortuna de su padre era incalculable, la de Dante se movía en una dimensión superior. La mansión Delacrox era historia y tradición; el ático de Dante era la cúspide fría y tecnológica del poder global.

El espacio era un templo al minimalismo y al control. Paredes de cristal del piso al techo ofrecían una vista ininterrumpida de Manhattan. El mobiliario era escaso pero de una calidad que hacía que los objetos de su propia casa parecieran anticuados. Había una piscina interior de borde infinito que parecía fundirse con el skyline nocturno. Era un lujo tan absoluto que resultaba intimidante.

—Esta es vuestra casa. Tienes tu propia ala, con acceso privado y seguridad las veinticuatro horas —informó Dante, sin emoción, indicándole un pasillo de mármol negro—. El contrato estipula que la esposa debe compartir la residencia del marido.

—Tu penthouse vale más que mi mansión en Greenwich —comentó Daniela, sintiendo un molesto nudo en el estómago. La envidia no era hacia el dinero, sino hacia la capacidad de Dante de acumular tal poder de forma tan implacable y absoluta.

—La mansión Delacrox es una reliquia, Daniela. Esto es un activo. Y lo es todo para mí: seguridad, control, y la prueba de que no dependo de una herencia ni de un apellido viejo.

Dante miró a Daniela, y su mirada fue un dardo envenenado. Él sabía que su fortuna era una amenaza silenciosa, una señal de que el poder de Daniela era, en realidad, relativo.

—Tendremos empleados. Pero yo dirijo la casa, no tú. No eres el CEO aquí —advirtió Daniela, recuperando su tono autoritario.

—No tengo tiempo para dirigir empleadas, Daniela. Dirijo corporaciones. Solo te pido que mantengas la farsa en público. Y que te olvides del trabajador portuario. Aquí solo existe Dante Herrera.

Daniela percibió la tensión acumulada en el rostro del magnate y recordó la carpeta en su camioneta. La bomba de Asdrúbal. Su hijo. Era un fantasma que lo estaba consumiendo. Se preguntó qué haría con ese conocimiento: proteger a Asdrúbal por ser su sangre, o usarlo para aniquilar a Laura y, con ello, a toda la familia.

La Convocatoria Imposible: La Cena Herrera

Apenas dos días después de regresar, Dante anunció su siguiente movimiento estratégico:

—Organizaremos una cena. Una cena íntima y familiar. Tu madre y tus hermanos serán invitados. Es esencial para la integración de nuestras familias. Será aquí, el sábado.

La idea era absurda. La familia Delacrox no compartía una comida sin que el resentimiento se sirviera como plato principal. Y ahora, tendrían que cenar con el hombre que planeaba destruirlos, en su propia fortaleza, bajo las reglas de él.

La tensión se triplicó al llegar el sábado. Daniela había ordenado a los empleados que prepararan el menú más exquisito. Quería que los Delacrox sintieran el peso real de la fortuna de Dante, y al mismo tiempo, quería que la cena fuera impecable.

Su madre, Amelia, llegó con un vestido de diseñador, pero con ojos nerviosos, luchando visiblemente contra su abstinencia. Laura llegó sola, con su traje de ejecutiva de guerra, su rostro endurecido por la reciente amargura del divorcio. Y Asdrúbal llegó, con la arrogancia juvenil de siempre, pero con un aire de contención forzada, producto de la vigilancia del testamento.

La primera confrontación fue brutal, cargada de subtextos desconocidos para todos, menos para Dante y Daniela. Dante recibió a los invitados con una fría cortesía calculada.

—Laura. Es un placer tenerte aquí. Escuché que te has unido de lleno a Delacrox. Una pérdida para la medicina —dijo Dante, su voz sin rastros de su pasado amorío, pero con una intensidad que solo Daniela captó como un peligro.

Laura se paralizó. Había una historia no contada entre ellos: un affaire prohibido dieciocho años atrás. Pero Dante la miraba ahora como a una empleada más, una pieza insignificante en el tablero.

—El placer es mío, Sr. Herrera. Estoy comprometida con la compañía. Solo con eso —respondió Laura, con la voz apenas audible, evitando el contacto visual con el hombre que había sido su amante juvenil.

Luego, la mirada de Dante se posó en Asdrúbal. El peso de la paternidad secreta se hizo visible en la absoluta neutralidad de su rostro. No había desprecio en sus ojos, pero sí una peligrosa concentración.

—Asdrúbal. El joven que más se ha beneficiado del nuevo orden. Espero que tu compromiso con los estudios esté a la altura de tu apellido —la voz de Dante era gélida, su juicio implacable.

Asdrúbal, incapaz de captar la gravedad de la situación, respondió con la insolencia de un niño rico.

—Estoy al día, Dante. No soy un niño. Y mi apellido es tan bueno como el tuyo.

Dante no respondió. Simplemente tomó a Amelia del brazo, con una cortesía que la desarmó, y la dirigió al comedor.

—Cenemos, familia.

La Cena de la Aniquilación

La mesa del comedor era de cristal, inmensa, y la cena transcurrió bajo la luz de un candelabro moderno que proyectaba sombras alargadas.

Amelia intentaba mantener una conversación trivial, pero su mirada se posaba constantemente en la copa de agua. Laura comía metódicamente, sin levantar la vista. Asdrúbal estaba visiblemente inquieto, y Daniela intentaba desesperadamente controlar la tensa situación familiar.

De repente, la puerta se abrió con estrépito.

—¡Daniela! ¡Querida! ¡No puedo creer que vivas en el Castillo de Drácula!

Era Lucas Stamos, el mejor amigo de Daniela. Un hombre exuberante, homosexual, con un gusto impecable para la moda y el drama, y el único ser humano que Daniela permitía que rompiera su control.

—Lucas, ¿qué haces aquí? —preguntó Daniela, su voz una mezcla de alivio y pánico ante la nueva variable incontrolable.

—Tu secretaria me dijo que estabas secuestrada por un magnate helado, así que traje el rosé más caro para romper el hielo. No te preocupes, no es alcohol, ¡es veneno puro! —dijo Lucas, antes de notar a Dante.

Lucas, sin inmutarse, le ofreció la mano a Dante.

—Dante Herrera. Soy Lucas Stamos, el único hombre que le dice a Daniela cuando un traje la hace ver gorda. Debes estar agotado de ser tan guapo y tan serio. Relájate, es una cena.

La llegada de Lucas fue una bomba. Su extroversión, su humor mordaz y su completa indiferencia al poder corporativo de Dante eran la inyección de caos que la cena necesitaba.

Dante, por primera vez, pareció genuinamente sorprendido.

—Es un placer, Stamos. Daniela no mencionó que tienes un... estilo tan particular —dijo Dante, su tono ahora más frío, pero con un ligero destello de diversión en sus ojos.

—Dante solo aprecia los activos corporativos y la venganza, Lucas. Los sentimientos le son extraños —intervino Daniela, aprovechando la oportunidad para picarlo.

—¡Tonterías! Todos tienen sentimientos, Daniela. Solo que los ricos como Dante y tú los entierran bajo una montaña de Gucci —replicó Lucas.

El Enfrentamiento Familiar

La cena mejoró momentáneamente con el humor de Lucas, pero la tensión subyacente no tardó en estallar.

Laura, harta del circo y la presencia de Dante, atacó.

—Deberías estar preocupada por Asdrúbal, Daniela. La contención forzada lo está destruyendo. Tu "contrato" no está funcionando. Escuché que tuvo que ir a un bar vulgar solo para sentir algo de libertad.

—Asdrúbal está bajo control. Y a ti, Laura, te recuerdo que si él cae, tú caes. Tu matrimonio terminó por tu codicia, no por mí —espetó Daniela.

—¡Mi matrimonio terminó porque no quiero ser una mantenida de un médico, cuando puedo ser una Delacrox con poder! Y tú, Dante —Laura se giró hacia él, sus ojos llenos de fuego y un reproche que venía de dieciocho años atrás—, no tienes derecho a jugar con nuestra familia.

Dante se limpió la boca con la servilleta. Era su momento.

—Señora Delacrox —Dante dijo, dirigiéndose a Amelia, sin inmutarse ante la explosión de Laura—. ¿Cómo va la abstinencia? Espero que mi bodega esté siendo una prueba de fuego para usted.

Amelia palideció, sintiéndose humillada.

—Es difícil, Dante. Muy difícil. Tuve que tirar mi perfume por el desagüe —confesó, buscando simpatía.

—El alcohol es la cobardía disfrazada de lujo, Amelia. Si quiere el dinero de su marido, beba agua. Si no, su parte irá a parar a una fundación. La elección es simple.

La crueldad de Dante era calculada. Daniela se revolvió, furiosa.

—No tienes derecho a hablarle así a mi madre.

—Soy su yerno. Y la supervivencia de mi inversión, Daniela, depende de que tu madre se mantenga sobria.

El Silencio del Padre

De repente, Asdrúbal intervino, hablando directamente con Dante. Su pregunta era el grito de un joven atrapado en reglas ajenas.

—¿Por qué me odias tanto, Dante? ¿Por qué tu contrato es más estricto conmigo que con ellas? ¿Crees que soy un vago?

La pregunta de Asdrúbal, su propio hijo, golpeó a Dante en el centro de su secreto. El rostro de Dante se volvió aún más pétreo. Sus ojos no tenían desprecio, sino una fría, peligrosa intensidad paternal que solo él conocía.

—No te odio, Asdrúbal. Te analizo —respondió Dante, su voz baja y cargada de doble sentido—. Eres el eslabón más débil. Eres impulsivo, egoísta, y pones en riesgo el apellido. El contrato solo te pide madurar. Algo que el dinero nunca te obligó a hacer.

La mirada de Dante se detuvo en Laura, quien entendió el subtexto: sé lo que eres para él, y tu secreto está seguro conmigo, por ahora.

Asdrúbal se sintió humillado. Se levantó bruscamente.

—¡Me voy! No soporto esta farsa.

—Si te vas, Asdrúbal, el abogado lo sabrá. Y tu asignación se congelará. Siéntate —ordenó Dante, su voz tranquila, pero con una autoridad que incluso hizo que Daniela se estremeciera.

Asdrúbal se desplomó en la silla, el rostro rojo de la impotencia.

Lucas, sintiendo que la atmósfera era irrespirable, rompió el silencio con una risa falsa.

—¡Dios mío! ¡Qué cena tan maravillosa! Es como un reality show corporativo, pero con peor comida. Dante, querido, ¿por qué no nos muestras tu famosa cava? Necesitamos alcohol, aunque sea solo para frotarlo en las heridas de Daniela.

Dante asintió, agradecido por la interrupción.

—Es una idea excelente, Lucas.

Mientras Dante se levantaba para llevar a Lucas a la bodega, Daniela aprovechó el momento. Se acercó a Dante.

—¿Qué haces? ¿Qué vas a hacer con él? —le susurró Daniela.

—Te lo dije, Daniela. Soy el depredador. Y ahora sé que el eslabón más débil no es solo un activo para destruir a los Delacrox. Es... una complicación que necesita ser protegida o aniquilada. Y ahora, debo decidir qué tipo de padre quiero ser.

La dejó allí, petrificada, sabiendo que la vida de su hermano estaba en las manos del hombre que lo había engendrado en secreto y que ahora era su esposo por contrato. La venganza de Dante había superado las finanzas; había penetrado en la sangre Delacrox.

La cena terminó en un silencio sombrío. Los Delacrox se fueron, dejando atrás su envidia y miedo. Dante no dijo una palabra a Daniela. Fue a su estudio con la carpeta. Daniela, por su parte, se retiró a su ala.

Ambos sabían que la vida en el ático de Dante no sería una luna de miel, sino una guerra fría por la verdad, el control y la sangre que los unía.

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