KYRION
Me quedo allí como un idiota esperando a que regrese, pero no lo hace.
Mi orgullo me impide ir a buscarla. Sin embargo, camino fingiendo que conozco las instalaciones y la veo en lo que supongo es el área de cocina de la empresa.
Suspiro y decido regresar a la oficina. Tarde o temprano tendrá que ir allí. Soy su esposo, su jefe.
Una vez en la oficina, intento ponerme al día con los deberes, pero no lo logro. No me esfuerzo siquiera.
Cojo un lápiz y comienzo a moverlo entre mis dedos, esperando el momento en que aparezca por esa puerta.
No le mencioné lo hermosa que se ve con el vientre así.
Supongo que fue evidente para ella qué sabía.
Y que la he estado siguiendo.
Me conoce bien, y eso me gusta.
Realmente me hubiera gustado poder poner mi mano en su vientre y sentir a mi hijo, pero todo a su tiempo. Primero tengo que arreglar el hecho de que no sé por qué está tan caprichosa. Que comprenda que un error lo comete cualquiera.
Me desespera que el auto no haya cumplido su propósito.
Costó miles de euros, algo que hubiera sido irresistible para cualquier mujer, incluso para esa mal criada colombiana que conocí antes.
Pasados unos minutos, cuando la ansiedad ya se ha comido toda mi serenidad, la veo sentarse en su escritorio.
Paso saliva y finjo que no me doy cuenta de que está allí, pero no es cierto. Solo espero el momento en que se levante y entre. Que acepte lo que le propongo.
Pero no lo hace.
En su lugar, la veo teclear en su ordenador, recibir algunas llamadas… y me doy cuenta de que entre esas hay personales.
Siento alivio y disimulo la sonrisa cuando la veo caminar con dirección a mi oficina. Era evidente que iba a hacerlo.
O eso creí.
No pude estar más equivocado.
Cuando entró, azotó sobre mi escritorio una pequeña agenda.
Levanté el rostro, observándola con furia.
¿Cómo se atrevía a comportarse así?
No. No era ella.
Era evidente que esa no era la mujer que meses atrás había salido de nuestra casa. Porque era su hogar, ella regresaría. Solo debía quitarle lo caprichosa.
—¿De qué se trata esto? —Me levanto, imponiendo mi figura ante su pequeño y embarazado cuerpo.
—Tu trabajo. Porque espero que hayas venido aquí a trabajar —me habla golpeado y con evidente fastidio.
Me desabrocho el primer botón de la camisa. Ninguna mujer me había tratado así. Nadie me eleva la voz.
Pero por alguna razón, ahora que ella lo hace, me causa tanto gracia como cierta molestia… que puedo tolerar.
—Bien —respondo, cogiendo los documentos y echándoles una breve y rápida ojeada.
—En cuanto a esto —enseña las llaves del auto y el sobre que dejé en su escritorio—. Lo estuve pensando. Quiero el doble del salario que mencionas aquí. Y quiero negociar el auto. Venderlo o el dinero en efectivo.
Aprieto la mandíbula con rabia.
¿Cómo se atreve a comportarse como una interesada?
—Creí que no eras de las que se dejan comprar con regalos costosos.
Se ríe en mi rostro.
—No, no me estoy vendiendo. Créeme, ni en un millón de años podrías pagar lo que valgo.
Río.
—¿Ah sí? ¿El hijo que llevas es producto de qué?
Esta vez es ella quien se molesta. Se mira el vientre.
—Tú lo has dicho. Me tuviste gratis y te quedó grande. Quiero dos veces más en mi aumento y el dinero del auto en efectivo.
Apoyo ambas manos en el escritorio. Me inclino hacia ella.
—Para eso tendrías que volver a casa. Aceptar que lo nuestro nunca terminó.
—Haces chistes muy malos. Ya lo dije, no pienso volver contigo. Pero no seré tan tonta como para rechazar el dinero que ofreces. Después de todo, ya fui una interesada. Supongo que no está mal cobrar los servicios que te ofrecí.
Golpeo mi puño en el escritorio.
—¿Ahora te importa mucho el dinero?
—Sí, mucho más que el amor y todas esas tonterías que me importaban antes. Me compraré muchos zapatos, un apartamento, ropa, viajaré… quién sabe, hasta pueda que renuncie y cree mi propia empresa.
Me echo a reír y rodeo el escritorio hasta llegar junto a ella.
Se ve mucho más pequeña cuando estoy molesto.
No retrocede. Levanta el rostro y me impone su mirada.
Mi molestia se va disipando conforme observo sus facciones.
El color de sus ojos, su nariz respingada y sus mejillas sonrojadas.
No me había fijado en nada de eso antes.
Retrocedo un paso.
No entiendo por qué lo hago, pero lo hago.
Aclaro mi garganta y digo:
—En ese caso, olvídalo. Alguien más valorará mis regalos.
Me mira unos segundos. Pienso que cederá, pero en lugar de eso se acerca al escritorio, deja las llaves del auto, el sobre con la propuesta de aumento y dice:
—Ya me han confirmado que serás mi jefe. Por ello, renuncio. Pasaré mi carta de renuncia mañana.
—No puedes, firmaste…
—Me vale un cacahuate lo que haya firmado —me interrumpe, se acerca y se impone—. Jamás respetas reglas, ¿pues qué crees? Tampoco voy a hacerlo. Y si quieres, demándame. No tengo cómo pagar. No puedes obligarme. Y sé que eres un maldito, idiota, troglodita… pero sé que no eres capaz de enviarme embarazada a prisión. ¿O sí?
Me cuesta respirar. Escucharla. Incluso verla frente a mí.
La molestia que siento no tiene comparación.
—Eso creí —dice, al tiempo que intenta pasar a mi lado.
Sujeto su brazo.
—No vas a ir a ningún lado.
—Haz el favor de soltarme, Kyrion Dellinger.
Por alguna estúpida razón que no comprendo, sonrío en su cara antes de besarla.
Me muerde el labio y sale azotando la puerta de un portazo.
Sigo asumiendo que no cumplirá con su amenaza.
Hasta que la veo recoger sus cosas y zarandear su redondo trasero hasta el ascensor.
—¡Mierda! —Pateo la puerta antes de salir tras ella.
La alcanzo antes de que el ascensor se cierre. Lo detengo.
—Regresa a tu puesto, no seas malcriada.