Hablaron largo. Rieron incluso.
Esteban tenía ese don de hacerla sentir vista, comprendida.
La cena fue un respiro que Kathie no sabía que necesitaba, un paréntesis entre la tormenta emocional que llevaba por dentro y la presión que enfrentaba a diario.
Le habló del proyecto, sí. Pero también de su infancia, de cómo había aprendido a leer en la biblioteca del barrio, de su madre, de los sueños que aún le daban miedo decir en voz alta.
Y Esteban la escuchó con los ojos, con el cuerpo entero. Como si cada palabra que ella decía confirmara algo que él aún no podía nombrar.
—Eres más fuerte de lo que crees —le dijo en un momento, con una calidez que casi le hizo temblar—. Y más valiente también.
Kathie sonrió, bajando la mirada. Había algo en la forma en que él la miraba que a veces le recordaba a su madre. No lo entendía del todo, pero le daba paz.
Cuando la cena llegó a su fin, Kathie se excusó para ir al baño.
El restaurante tenía un pasillo estrecho al fondo, iluminado por luces b