Golpeé la puerta con la mano, gritando tan fuerte como mi pánico me lo permitía. “¡Aria! ¡Lo siento mucho! ¡Ábreme, por favor!”
Mi corazón golpeaba contra mis costillas como si quisiera escapar, y cada segundo que pasaba me hacía sentir más inútil. El personal corría de un lado a otro, buscando llaves duplicadas, murmurando maldiciones por lo bajo.
“Ella… instaló otra cerradura… esto no va a ser fácil,” dijo uno de ellos, con gotas de sudor en la frente.
Y entonces lo vi a Lorenzo, parado allí como siempre, tranquilo, indiferente, su presencia haciendo que mi pánico se intensificara aún más.
Sin pensar, le clavé un dedo en el hombro ancho. “¡Todo esto es tu culpa!” le grité, con la voz quebrada. “¡Todo es tu culpa!”
Se giró, levantando una ceja, dándome esa mirada tan irritantemente inescrutable. Quería fulminarlo con la mirada, gritar, sacudirlo, pero lo único que podía hacer era seguir echándole la culpa a la persona que probablemente menos la merecía… o tal vez la más merecedora.
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