—No puedo creer que le hiciera eso a Mitch Lingston. ¿Quién demonios se cree que es?
—Se merece algo mucho mejor que esa fulana.
Por todas partes oía cosas similares sobre mí. Durante las últimas dos semanas y media este tipo de comentarios me han perseguido a la ida y a la vuelta de las clases. El único momento en que he podido huir de ellos ha sido durante el almuerzo y al volver a casa. Incluso los fines de semana los oigo si salgo a la calle.
Agachando la cabeza me escabullí hacia la biblioteca. Odiaba la atención que estaba recibiendo y el único lugar que era mi solsticio era la esquina trasera de la biblioteca. Allí no tendría que preocuparme de ver u oír a nadie.
En cuanto se cerraron las puertas de la biblioteca, me encontré con un dichoso silencio. Exhalé un suspiro y me dirigí hacia mi zona. Aquí nunca venía nadie, así que era todo mío. La bibliotecaria, la señora Anderson, me apreciaba lo suficiente como para que uno de los conserjes pusiera una silla cómoda en un rincón