Alade no pegó los ojos esa noche.
Se recostó en la cama vieja, apestosa, abandonada en un rincón de la celda húmeda, pero el sueño era una miragem. Todo su cuerpo dolía, como si hubiera sido atropellada por una manada en furia. Tal vez lo hubiera sido. Los recuerdos venían en oleadas: Eric. Sus ojos, sus últimas palabras, la forma en que gritó su nombre. Y Aaron. El traidor. El asesino. El maldito lobo al que ella dejó entrar.
Ella se odiaba. Se odiaba por dudar de sus propios instintos, por querer creer que aquel hijo de Colen podría ser algo distinto del caos.
Cuando la mañana por fin arañó los límites de la celda oscura, pasos resonaron en su dirección. La puerta se abrió con un chirrido de metal torturado, revelando la figura femenina que la había llevado en el barco. Alade no tardó en notar que era una vampira. Tenía los ojos negros como abismos, el cabello rizado hasta los hombros, la piel del mismo tono, y una sonrisa cruel jugando en los labios.
"Hora de comer." Empujó una ban