5

La plaza del pueblo estaba rodeada por un círculo de antorchas que humeaban en la noche invernal. A nadie le importaba el frío seco, pertinaz, que escarchaba la gruesa capa de nieve sobre las calles y el suelo empedrado en torno al pozo. Todos en el pueblo, yo incluida, nos habíamos echado encima cuanto abrigo teníamos para ir a la ceremonia.

Una vez al año, dos noches antes del plenilunio de la Luna del Lobo, todas las muchachas solteras del pueblo que tuvieran entre diecisiete y veinte años se alineaban frente al pozo, vistiendo sus mejores galas. Entonces, varios lobos en su forma humana se presentaban para elegir a las tres afortunadas que dejarían el pueblo para mudarse al otro extremo del Valle.

Si eras elegida como compañera de un lobo, te quedabas con ellos en su castillo, a pasar una vida de comodidades y felicidad a cambio de darle a tu compañero un par de hijos. Un destino envidiable, considerando que las alternativas eran pasar el resto de tu vida en la aldea, o probar suerte tratando de sobrevivir en el mundo exterior, en el reino de terror y sangre de los inmortales.

Era una de las rarísimas ocasiones en que los lobos se mostraban abiertamente con sus formas humanas, y creo que ésa era la verdadera razón de que nadie se perdiera el evento.

La campana de la iglesia daba las nueve cuando oímos los cascos que se acercaban al trote desde el sur. Las muchachas se estrecharon las manos con risitas nerviosas frente al pozo, engalanado con ramas y flores de invierno. Lirio estaba entre ellas, flanqueada por sus amigas Aurora y Selene.

Me sorprendió advertir que el atuendo de Lirio fuera tan sencillo, como si no quisiera llamar la atención. ¿Acaso aspiraba a pasar desapercibida para no ser elegida?

Tea y yo permanecíamos en el extremo sur de la plaza, un poco apartadas de la gente. Mi corazón latió con fuerza al verlos llegar a caballo por la calle principal. Eran los cuatro de siempre, tres hombres y una mujer: los cuatro primogénitos del Alfa anterior y su reina Luna, encargados de elegir en nombre de toda la manada. Se veían jóvenes, fuertes, imponentes, de rasgos atractivos tras sus expresiones adustas. Tea me había explicado que los lobos no son inmortales, sino excepcionalmente longevos. Según sus cálculos, los primogénitos tenían unos ochenta años, lo cual equivalía a veinticinco o treinta años para un humano.

Los tres varones eran el Alfa, el Beta y el Gamma de la manada, mientras su hermana era la Beta de las lobas. Como el resto de la manada, respondía al Alfa que, a su vez, respondía a la reina Luna, su madre.

Todos inclinamos la cabeza cuando detuvieron sus soberbios corceles y se apearon, cerrando los ricos mantos de pieles sobre sus ropas principescas para adelantarse juntos hacia el pozo.

Los tres príncipes caminaban a la par, siguiendo a su hermana, para evitar revelar sus jerarquías dentro de la manada.

Los estudié conforme recorrían la plaza. La princesa era una belleza pálida y fuerte, de espesa melena rubia, algo raro entre lobos, y facciones perfectas. Los príncipes eran muy parecidos a ella, y costaba diferenciarlos entre sí. Las narices rectas, los pómulos firmes sobre los que asomaban los ojos azules de mirada penetrante. Uno de ellos se había dejado crecer el cabello negro como ala de cuervo desde el año pasado, y ahora lo llevaba recogido sobre la nuca. Sus dos hermanos lo conservaban corto. Los tres lucían finos bigotes y pequeñas perillas.

De modo que uno de los dos de cabello corto era el Alfa. Sentí que se me encendían las mejillas a pesar del frío, recordando al hombre de espaldas a mí, desnudo en la cascada. Un momento después, recordar al temible lobo que matara al león barrió con mi tonta agitación.

Se detuvieron los cuatro a mitad de camino del pozo, y al otro lado, todas las muchachas hicieron profundas reverencias.

 Entonces el príncipe de cabello largo se adelantó hacia el pozo con su hermana y caminaron juntos a lo largo de la fila de muchachas ruborosas. Los otros dos permanecieron a pocos pasos, serios e inmóviles bajo los gruesos mantos.

No podía apartar los ojos de ellos, intentando adivinar cuál de los dos era el Alfa. Hasta que un breve alboroto reclamó mi atención. Aurora y Selene se abrazaban riendo. Y junto a ellas, mi hermana Lirio había caído de rodillas a los pies de la princesa llorando. Tras ella, vi que un grupito de cazadores intentaba contener a Van para que no irrumpiera en la plaza.

El príncipe de pelo largo alzó apenas una mano. Se hizo un silencio de muerte, sólo interrumpido por los sollozos entrecortados de Lirio.

—De pie —dijo el príncipe con voz grave y profunda. Parecida a la que oyera en casa de Tea, pero no la misma.

Lirio se irguió ante los príncipes con la cabeza gacha.

—Puedes rechazar el privilegio de haber sido elegida —agregó el príncipe—, siempre y cuando una mujer núbil de tu familia tome tu lugar.

—¿Núbil? —repetí en un murmullo.

—Fértil, que ya entró en la pubertad —respondió Tea por lo bajo—. ¿Qué le ha picado a tu hermana?

Lirio se cubrió la cara con las manos, hecha un mar de lágrimas y mi corazón pareció desbocarse en mi pecho. Me negué a pensar lo que hacía. Antes que Tea pudiera detenerme, me adelanté a codazos entre la gente hasta alcanzar la plaza. Entonces me arrodillé en la nieve, doblada sobre mí misma, atrayendo la atención de los lobos.

—Mis señores —dije, sin poder controlar el temblor de mi voz—. Soy su hermana y soy núbil.

Los cuatro príncipes se volvieron hacia mí. El de pelo largo y su hermana se acercaron varios pasos, con curiosidad. Los insultos acostumbrados no tardaron en resonar alrededor de la plaza.

—¿Qué eres? —exclamó el príncipe de pelo largo cuando me erguí, descubriendo mi cabeza.

—Perdona mi apariencia, mi señor —dije—. Sé que no soy digna de servirles, pero si me permitieran tomar el lugar de mi hermana, seré feliz realizando cualquier tarea que tuvieran la bondad de asignarme, por humilde que la consideren.

—¡Demonio! ¡Abominación! ¡Deberían colgarte! ¡Mátenla!

Los insultos se hicieron gritos. Una piedra me golpeó en la espalda, otra en un hombro. Apreté los dientes y no me moví. Entonces el príncipe alzó una mano, y los ataques y los insultos cesaron abruptamente.

—Déjame verte —ordenó la princesa llegando frente a mí.

Alcé la vista hacia ella y mis ojos se llenaron de lágrimas al encontrar los suyos. No eran azules como los de todos los lobos: tenían un reflejo rojizo en la luz cambiante de las antorchas que nos rodeaban.

—Sabe Dios que las apariencias engañan —gruñó la princesa estudiándome—. Pero, ¿cómo podemos saber que eres humana y nos eres fiel?

—Porque tu padre la trajo al mundo.

La intervención de Tea me inmovilizó de sorpresa. Ella también se adelantó a codazos hasta detenerse a mis espaldas. Los murmullos se reanudaron hasta que la princesa alzó una mano, molesta.

—¿Lo juras por tu vida? —inquirió sin dejar de observarme.

—Por supuesto. Risa, muéstrales tu pendiente.

Me abrí el manto, desprendí el primer broche de mi vestido y saqué el cuarto creciente de adularia que colgaba de mi cuello. La princesa se envaró, el ceño fruncido con gesto incrédulo y contrariado.

—¿Quién te dio esto, pequeña? —me espetó.

—Tu sanadora —se me anticipó Tea.

La princesa apartó al fin sus ojos rojizos de mí para clavar en ella una mirada que a las claras encerraba una amenaza mortal.

—Puedes preguntarle cuando quieras —agregó Tea, casi desafiante.

—No dudes que lo haré —replicó la princesa. Volvió a mirarme con un cabeceo rápido y se volvió hacia sus hermanos—. Yo la apruebo.

El príncipe de pelo largo asintió. Los otros dos no hicieron ni dijeron absolutamente nada. El príncipe le dio la espalda a mi hermanastra y cruzó la plaza hacia sus hermanos. La princesa se apartó de mí en la misma dirección. Lirio pareció a punto de desvanecerse. Sus dos amigas la sostuvieron hasta que Van se libró de los cazadores, y corrió a su encuentro para tomarla en sus brazos.

—Recogeremos a las elegidas mañana al atardecer en el claro —dijo la princesa volviendo a montar.

Los cuatro lobos hicieron caracolear sus corceles y se alejaron al galope hacia el sur, perdiéndose en las sombras de la noche.

Me cubrí la cara con ambas manos, incapaz de contener las lágrimas.

—Bonito espectáculo diste —rezongó Tea apenas entramos a su casa—. ¡Serás inconsciente! Agradece a Dios que la princesa intervino a tu favor. De lo contrario, el pueblo entero se te hubiera echado encima.

—La princesa —murmuré frunciendo el ceño—. Sus ojos…

—Sí, y su cabello. Lo sé. Nada tan flagrante como tú, pero notorio para su raza. —Tea colgó el manto y se encogió de hombros—. Cada tanto nace uno como ella.

Me froté la cara, intentando sacudirme el aturdimiento que me paralizaba.

—Tengo que ir a casa —musité—. Tengo que empacar.

—Olvídalo. Ellos te darán cuanto precises. Y mejor que no te andes paseando por ahí. Las muchachas que no fueron escogidas darían cualquier cosa por encontrarte sola. Te quedarás aquí hasta que sea hora de que te acompañe al claro mañana.

Esa noche no pude pegar un ojo. Me quedé tendida en mi jergón junto al fuego, bajo las mantas y la piel de oso, mirando sin ver las llamas, incapaz de hilar dos pensamientos coherentes. Cuando Tea se levantó al amanecer, yo ya había ido al pozo y tenía el desayuno listo.

Ese mediodía, para mi gran sorpresa, mi padre se presentó en lo de Tea. Ni siquiera pidió verme. Le dejó un paquete para mí envuelto en tela, y dijo que me lo enviaba Lirio. Lo abrimos entregada y hallamos un hermoso vestido de lino blanco, como el que todas las elegidas acostumbraban vestir para marcharse al castillo.

—Dame aquí ese vestido —gruñó Tea, arrebatándomelo.

—¡Aguarda! ¿Qué haces? —exclamé, viendo que lo extendía casi sobre el fuego.

—Si te lo envía tu hermanastra, es una trampa.

—¡Por favor, Tea! ¿De qué diablos hablas?

—No lo sé. Algo tiene que estar mal —murmuró, oliéndolo y palpándolo hasta que lo dejó todo manoseado.

—¡Tea! ¡Lo echarás a perder!

—¿En verdad quieres vestirlo? Te creía más sensata.

—Claro que quiero vestirlo hoy. Es la prenda más fina que he tenido en la vida. Bien, si es que no lo has arruinado ya.

Tea me lo arrojó a la cara. —Lávalo con tres gotas de aceite de pasiflora. No sea cosa que haya intentado echarle un hechizo.

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