Me levanté al alba, me las compuse para vestirme con una sola mano y agregué leña en el hogar. Estaba fatigada. El brazo me dolía. Hacía frío en la amplia habitación de piedra. Me eché una manta sobre los hombros para ir a sentarme frente al fuego, mirando sin ver las llamas, perdida en la tristeza y el vacío que amenazaban ahogarme.
Tilda me encontró allí cuando el cielo comenzaba a aclararse al otro lado de las ventanas.
—¿Acaso no dormiste?
—Un poco —respondí con voz apagada.
Lavó mi brazo antes de volver a entablillarlo y fajarlo contra mi costado.
—Si fueras loba, diría que echas en falta a tu compañero —dijo, atando la pañoleta tras mi nuca.
—Es el brazo —murmuré—. Y que me siento tan inútil.
—Ven. Desayunaremos con mis hermanas.
Me prece