La información que Joren había soltado, calculadamente ambigua pero lo suficientemente jugosa como para despertar el interés de una hiena hambrienta, pareció surtir el efecto deseado. El rostro de Diana, que momentos antes había reflejado una mezcla de curiosidad impaciente y exigencia autoritaria, ahora se transformaba. Una expresión de satisfacción gélida se apoderó de ella, como la escarcha sobre un lago congelado que, a pesar de su belleza, denota una frialdad inherente. Pero lo que siguió fue algo que Joren no veía a menudo, algo que lo dejó profundamente inquieto: una extraña y casi perturbadora melosidad.
—Oh, Joren, mi inteligente Joren —dijo Diana, y el tono de su voz era tan dulce que resultaba casi empalagoso, un contraste chocante con su habitual frialdad. Era el tipo de dulzura que uno asocia con la miel untada en una trampa. Se levantó de su asiento con una gracia calculada, el roce de su vestido de noche apenas un susurro en el pulcro comedor. Para la sorpresa de Joren,