Alina Del Castillo —como se repetía a sí misma en su mente para no olvidar su nuevo papel— se reacomodó en el trono de terciopelo estilo Luis XV. El alivio que le proporcionaba la ropa interior de algodón era inmenso, una tregua física en medio de la guerra que ella misma había declarado contra su propio cuerpo y su destino. Sin embargo, la paz mental fue efímera.
Con un movimiento elegante y fluido de su muñeca izquierda, giró el antebrazo para consultar su reloj suizo. La esfera de nácar y los diamantes que marcaban las horas brillaron bajo la luz de la boutique, pero lo que Alina vio no fue lujo, sino una advertencia.
Sus ojos grises se abrieron con sorpresa genuina. Las manecillas marcaban una hora que no esperaba.
El tiempo había volado. Entre el escape por el montacargas, el trayecto clandestino en el taxi ejecutivo, la tortura voluntaria de la depilación y el drama del probador, habían pasado más de dos horas y media. Su ausencia en la torre KORALVEGA estaba rozando el límite d