La mano de Alina ya estaba sobre el pomo de acero frío de la puerta, lista para girarlo y salir al mundo como una mujer renacida. Su mente ya estaba a kilómetros de distancia, planeando su encuentro con el chofer, la farsa en la boutique y, eventualmente, su estrategia para conquistar a Yago del Castillo. Sin embargo, la voz profesional y firme de la esteticista la detuvo en seco, obligándola a regresar a la realidad clínica de la habitación.
—¡Espere un momento, señorita Quintana! —exclamó la mujer, dando un paso rápido para interceptarla antes de que cruzara el umbral.
Alina se detuvo y giró lentamente sobre sus tacones de aguja. Su expresión, por un segundo, fue de impaciencia aristocrática, la mirada de alguien que no está acostumbrada a ser detenida por el personal de servicio. Pero recordó dónde estaba y quién se suponía que era. Relajó los hombros y asintió.
—Disculpe —dijo la esteticista, recuperando el aliento y adoptando una postura rígida, casi académica—. Sé que tiene pris