Alina terminó de vestirse con una lentitud ceremonial. Deslizó la seda de su ropa interior sobre la piel recién sensibilizada, sintiendo un escalofrío eléctrico cada vez que la tela rozaba esa zona que ahora estaba desprotegida, expuesta y virgen de nuevo. Se abrochó el vestido de diseñador, subió el cierre con manos firmes y volvió a colocarse su armadura social: el collar de platino que pesaba como una cadena de presidiario, los aretes de diamantes que destellaban con la luz artificial y el reloj suizo que marcaba el tiempo de una vida que ya no sentía suya.
Se sentó en el borde de la camilla, cruzando las piernas con elegancia, a esperar el regreso de la enfermera y la esteticista para recibir las instrucciones post-operatorias.
El silencio volvió a llenar la habitación, pero esta vez, el ruido en la mente de Alina era ensordecedor.
Sin embargo, sus pensamientos no viajaron hacia la lujuria inmediata. La imagen erótica de Yago sobre ella, que había dominado su mente durante el dolo