Nant llegó al aula de su segunda clase con la respiración agitada, no por el esfuerzo físico, sino por la urgencia de esconderse. Fue la primera en entrar, incluso antes que la profesora. El salón vacío le ofreció un refugio momentáneo, un silencio blanco donde podía intentar ordenar sus pensamientos tras el resultado negativo de la prueba.
Se sentó, sacó sus libros y trató de volverse invisible.
Pero la paz duró poco. Poco a poco, sus compañeros comenzaron a llegar para llenar el aula. Y, al igual que en la primera clase, la dinámica se repitió con una precisión cruel. Entraban riendo o charlando, pero en cuanto divisaban a Nant en su pupitre, el volumen bajaba y las miradas se desviaban hacia ella.
No eran miradas hostiles, pero eran pesadas. Eran ojos que escaneaban, que juzgaban, que calculaban. Nant sentía la nuca arder. Ya no podía soportar la presión del misterio. Necesitaba un aliado. Necesitaba a Aline.
Nant sacó su celular bajo la mesa y buscó el chat de su mejor amiga en la