Belém no necesitó palabras para entender lo que Javier quería. El silencio tenso y la orden fría de cambiar de posición le decían que debía terminar el acto de la manera más rápida y satisfactoria posible para borrar el nombre de Yago de su mente. Y Belém conocía la posición. Conocía los ángulos, la profundidad y el ritmo exacto que lograban la rendición de su marido.
Se colocó debajo de él, sus ojos ahora fijos en el techo, su mente ya en modo piloto automático. Extendió la mano, y sin un atisbo de ternura, agarró el miembro de su esposo y lo guio con precisión hasta el punto de entrada. En ese instante, su cuerpo era solo un recipiente, una herramienta.
El silencio de la habitación se rompió. No hubo palabras de amor ni susurros de deseo. Solo se escuchó un gemido seco y ahogado de Javier al sentir la calidez y la presión de su esposa. Belém, por su parte, emitió un gemido propio, un sonido que no era de placer genuino, sino una reacción natural y mecánica del cuerpo ante el impacto