Justo después de que Clara abrazara a Nant, un abrazo que era tanto una despedida silenciosa como una bendición, dejando a su hija asimilar el peso de su consejo y de su propia y emocionante trayectoria, Yago regresó. Él entró en la sala con una sonrisa despreocupada, ajeno a la intimidad profunda que se había forjado en su ausencia. Sin embargo, sus agudos ojos notaron el rastro de lágrimas en el rostro de Clara y la inusual quietud de Nant.
—¿Todo bien? —preguntó Yago, su voz suave, con un matiz de preocupación al percibir la atmósfera densa. Su mirada se posó en Nant, luego en Clara.
Clara, recomponiéndose con un esfuerzo visible, esbozó una sonrisa forzada. —Sí, hijo. Todo bien. Solo... un poco cansadas. El día fue largo y emotivo. ¿Verdad, Nant?
Nant asintió, su voz apenas un susurro. —Sí, Yago. Estamos un poco agotadas.
Yago aceptó la explicación, aunque una chispa de curiosidad permaneció en sus ojos. No presionó. Siempre había respetado los espacios y los silencios. Con un ges