Nant, sus mejillas ya encendidas por el rubor de la conversación, se inclinó aún más hacia su madre, su voz bajando a un susurro urgente, casi una súplica, una pregunta que la propia Clara no se atrevió a imaginar. Sus ojos brillaron con una luz inusual, mezcla de vulnerabilidad y una determinación férrea.
—Mamá... —comenzó Nant, su aliento acelerado, el carmesí de su rostro se tornó de un tono aún más intenso—. Tú sabes. Tú has estado ahí. Dime, enséñame a complacer a Yago en la cama, mamá.
La pregunta, tan directa, tan cruda, tan inesperadamente franca de los labios de su dulce hija, impactó a Clara como un rayo. Los colores subieron al rostro de ambas mujeres de manera instantánea, un sonrojo compartido de shock y de una vergüenza extraña, pero también de una conexión íntima que nunca antes habían compartido. La cara de Clara se tiñó de un rojo vibrante, sus ojos se abrieron desmesuradamente, incapaz de procesar lo que acababa de escuchar. La audacia de Nant era asombrosa, pero la