El silencio cargado de la monumental confesión de Nant colgó en el aire entre madre e hija, justo en el momento en que Yago regresaba de los servicios. Su figura apareció junto a la mesa con una sonrisa despreocupada en el rostro, ajeno a la profunda e íntima conversación que acababa de tener lugar y a la silenciosa revolución que acababa de ocurrir en el corazón de Nant. Su confesión —esa verdad temida, pospuesta, temblorosa— seguía vibrando como un eco entre ellas, como si no hubiera terminado de asentarse en la atmósfera del restaurante.
Sin embargo, los ojos de Yago, agudos como siempre, notaron de inmediato el enrojecimiento inusual en las mejillas de ambas mujeres, un tono que iba más allá del rubor casual o de una risa reciente. Era más profundo. Casi como si ambas hubieran corrido una maratón emocional. El silencio, aunque breve, le pareció un poco demasiado tenso, como una cuerda tirante a punto de romperse. Se detuvo, su sonrisa desdibujándose apenas, sustituida por una expr