La opulenta mansión en el Club Residencial El Refugio, un santuario de mármol pulido y caoba oscura, reverberaba esa noche con la estridencia de una discordia que no podía ser contenida por sus paredes insonorizadas. El eco de las voces de Ludwig y Diana, amplificadas por la frustración de ella y el alcohol en él, se escapaba incluso hacia los jardines inmaculados, donde las fuentes danzaban ajenas al huracán doméstico. Diana, con su impecable traje de noche ahora ligeramente arrugado, paseaba por la inmensa sala de estar como una tigresa enjaulada. Sus ojos, normalmente fríos y calculadores, ardían con una furia cruda, alimentada por la humillación de la junta de CIRSA, de la que había sido deliberadamente excluida. Ludwig, hundido en un sillón Chesterfield, con la corbata aflojada y el vaso de whisky casi vacío en la mano temblorosa, era un espectador pasivo de su propia desgracia, demasiado borracho para articular una defensa coherente, pero lo suficientemente lúcido para sentir la