La orden de Yago, pronunciada con una calma gélida pero con una autoridad inquebrantable, resonó en el ya tenso ambiente del restaurante como un eco de poder absoluto. El capitán, con el rostro pálido como el mármol y una gota de sudor frío deslizándose por su sien, pero con una determinación férrea de corregir su error de inmediato, no perdió un solo segundo. Su mente, habituada a la eficiencia, ya calculaba los movimientos necesarios. Con un movimiento rápido y casi imperceptible de su mano, llevó su radio de onda corta a sus labios y emitió una orden concisa y urgente, su voz apenas un susurro que, sin embargo, portaba la urgencia desesperada de quien ha cometido un grave error y busca redención.
—¡Necesito a cuatro meseros en el área reservada, ahora mismo! ¡Mesas grandes! —su voz, aunque baja para no alarmar a los demás comensales, vibraba con una tensión que solo el personal más experimentado podía descifrar. Era una llamada de auxilio disfrazada de instrucción, una señal de que