La mesa, que momentos antes había sido el epicentro de una tensión palpable, finalmente estaba unida. Lo que antes eran dos superficies separadas, ahora formaban un espacio amplio y continuo, perfectamente dispuesto para los cuatro comensales. Los meseros, con una celeridad impresionante que solo la presión de la élite podía inspirar, habían trabajado con una precisión casi coreográfica. Habían reorganizado cada elemento con una destreza que rozaba la perfección, desde el ajuste milimétrico de la mantelería hasta la colocación simétrica de la cristalería y los cubiertos. El brillo de los vasos de cristal y el pulido de los cubiertos de plata relucían bajo la suave iluminación del restaurante, invitando a la velada.
Al concluir su labor, y al ver que la mesa estaba a su gusto, la rigidez que había tensado los rostros de Yago y Joren se suavizó. Fue un cambio sutil, casi imperceptible para un observador casual, pero para quienes los conocían, era una clara señal. La expresión de autorid