Miranda observó su reflejo en el espejo del lavabo. Su apariencia era terrible: pálida, despeinada, y el olor a alcohol aún se percibía. Sabía que debía ducharse y cepillar sus dientes para recuperar la compostura, y lo hizo, aunque con movimientos lentos debido a la pesadez que el alcohol todavía dejaba en su sistema.
Bajo la enorme cascada de agua caliente, recordaba la expresión de Alec: la incredulidad, la molestia y la ira. Pero al mismo tiempo, no se arrepentía de nada. No le debía disculpas; sus acciones no eran nada en comparación con la crueldad que él y su familia ejercían.
Sin embargo, se preparó para tener una conversación seria con él, admitir lo del empleo y lo demás, antes de que Elizabeth le contara la historia a su manera. Lo hizo cuando estaban los dos en la habitación, él ya recostado a su lado en la cama, sin dirigirle la palabra, optando por el silencio y la ignorancia en lugar de un sermón.
—Lo que acaba de suceder hace rato... —empezó ella.
—Así que por fin te