Vera atravesó las imponentes puertas de hierro forjado de la mansión Radcliffe. Aunque ya había visitado la propiedad un par de veces, la magnitud del lugar nunca dejaba de intimidarla. Los techos altos, las columnas de mármol y ese aire de realeza antigua la hacían sentir pequeña, una intrusa en un mundo de opulencia fría. Sin embargo, hoy su preocupación por Miranda eclipsaba cualquier inseguridad.
Encontró a su amiga; Miranda se veía pálida, envuelta en un cárdigan de lana grueso que parecía tragar su figura, haciéndola ver aún más frágil de lo que ya estaba por su recuperación física.
—Miranda —llamó Vera, acercándose.
Miranda giró la cabeza lentamente. Sus ojos estaban rojos, delatando horas de insomnio y llanto silencioso. Al ver a su amiga, intentó esbozar una sonrisa, pero fue una mueca dolorosa.
—Vera... gracias por venir.
Vera se sentó frente a ella y tomó sus manos frías, mirándola con intensidad.
—No tienes que agradecerme. Me dejaste muy preocupada por teléfono. Dijiste q