Cuando el supervisor escuchó el nombre de Morix Sable, su gesto presuntuoso se deformó, transformándose enseguida en una burla descarada.
Hizo una mueca de desprecio.
—¿Morix? Por favor, no me hagas reír.
Jaden lo ignoró. No le dedicó ni una sola mirada. Sacó su celular con calma y marcó el número con la naturalidad de quien pide comida a domicilio.
La línea conectó.
—Soy yo —dijo Jaden con voz tranquila—. Morix, estoy afuera de tu restaurante.
Ese nombre, esa sola palabra, detonó las carcajadas del grupo como si alguien hubiera puesto una pista de risas grabadas.
—¿Morix? —ladró el supervisor, abriendo los ojos con una sorpresa teatral—. ¡Ay, esto es buenísimo!
Sus subordinados estallaron en risas ruidosas y exageradas. Uno hasta se dobló por la cintura, sujetándose el estómago.
—¡Ahora resulta que le llama al señor Sable! —suspiró alguien—. ¿Qué sigue? ¿También es dueño de la calle?
—Seguro es quien le carga los palos de golf los fines de semana —añadió otro.
Sus voces burlonas se in